LA VIOLENCIA

(12 de julio de 1937)

No es posible saber a punto fijo si esto es una fuga o es que vamos partiendo. De no ser así, el cielo rasgaría su fondo duro y en un maravilloso vuelo derramaría todos sus lechos de algas y de gigantes, sin otra lamentación que la de la mano despegada de su cuerpo. En otras palabras, es una noche como para que parta un ruiseñor, como para sentir las petrificaciones obscuras de una tela de araña, que rodeara los puntos accesibles del peligro. Comprendo toda la significación del momento, por más que yo quiera solucionar los cataclismos de esta hoguera de lobos, acumulados, por decirla así, en la más hermosa de las falúas. Es la buena ocasión, la celeste ocasión, la inolvidable, la esperada, la única ocasión de volcar la botella de sangre sobre las cenizas temblantes de la albúmina. Es esta la hora de ponerse la casaca roja y clavar la espuela en el ojo de la más hermosa violada, como si sólo se tratara de un juego cuyo punto final fuera un castillo, lamido de alto abajo por las olas. Aquí, a no dudarlo, es el lugar preciso para cruzar un espejo con una sandalia, y obtener. como por arte de magia, la casta de guerreros heroicos, dispuestos como siempre a no dejarse arrebatar la orquídea de la época glacial, la misma orquídea tan predispuesta a los derramamientos de sangre, o las sonrisas conservadas desde la edad de piedra. No es este sonido el que ha de precipitarme a cortar las amarras de los cisnes narcotizados, a no dejarme sobrellevar por sombrías intenciones, sin otros objetivos que el cambio de los ojos por el líquido-azogue. Más bien, es preferible saltar los ojos de la lámpara, es decir, coleccionar los buzos abandonados en el fondo del mar. Ellos sangran un líquido invisible que bañan las capas de agua inmediatas a la escafandra. Sus cabellos van a estallar. La sirena se tapa los oídos con ambas manos. Un relámpago alumbra el fondo del mar. La sirena cae levantando los brazos. Aquí en el fondo del mar una sirena está agonizando. ¿Comprendes lo que puede significar la muerte de una sirena a la temperatura de mil grados bajo cero? ¿Quién puso la llama sobre la mecha infernal? ¿Habrán aparecido nuevamente los salteadores de caminos? Pero la verdad es que nadie se explica, cómo una simple sirena haya podido ser capaz de hacer temblar el mar de punta a punta. La explicación corre arraigada a la tierra: yo cierro ahora la ventana con una velocidad cien veces mayor.

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Esta selva y este ángel son los únicos testigos de la fuga. La selva cuida los helechos como una mujer sus propias manos. El pecho retiene el grito. Es el grito de un metro ochenta de altura. Las excavaciones submarinas pronto revelarán el más profundo secreto. Ya pueden divisarse a flor de agua las pirámides hechas construir por el más soberbio de los faraones, tal como se lee en los jeroglíficos extraños, encontrados al fondo de nosotros mismos. El Conde de Lautréamont, con una agilidad fuera de uso, se coloca unos guantes de goma y empieza a raspar los cantos de la pirámide. A estas alturas nadie ha visto saltar un jaguar a través de una jaula. La muchedumbre aplaude entusiasmada. Va a morir un hombre. Lautréamont, sin el menor escalofrío, hace una venia al jaguar y, con la misma ceremonia, otra, a los espectadores. Abre una puerta secreta de la pirámide, y así, enlazados, se pierden para siempre en la obscuridad, tal como la luciérnaga destroza la cabeza del náufrago.

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Aquí debe empezar precisamente la verdadera fuga, la desconocida de rostro de helecho, ahora que se precipita sobre mis ojos el fénix de alas relampagueantes. Voy en dirección opuesta a la que me marca a cada paso la rosa de los vientos. Hemos podido adelantarnos unas cuantas horas, gracias a los semáforos que han estado en juego toda la noche. Pronto habremos de llegar a los primeros deshielos de la soledad. El silencio busca su criminal. He aquí los primeros osos polares que nos invitan a los despojos del festín, del cual es preciso desconfiar. Los osos tiran bien las cartas a fuerza de propagar falsas noticias. Sin embargo, éstos son simples preparativos para el levantamiento final. A pesar de todo, sería preciso no admitir otra clase de llegada, para conservar intacto el poder de la distancia. La distancia es un espejo manchado con tinta de imprenta. Los espejos de doble seso, los espejos redondos, los espejos triturados que salpican el cerebro. Estos que pronto encontrará sobre una mesa disueltos con tanta violencia en ácido sulfúrico, resbalando olvidados sobre la mesa de Braulio. La mesa fría, espeluznante, la mesa tan terriblemente negra que hace pensar en el vacío con todas sus ventajas y desventajas. Aquí estará el gran camino, ya libre del impenetrable bosque de cactus, este mismo bosque que se aparece como una fatalidad en todos los caminos, como un abismo sobre otro abismo.

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El tusilago sólo crece en los ojos de las mujeres que saben llevar con gracia los cabellos sueltos al viento. Es el viento el único punto cardinal que no podremos seguir. Los adversarios se preparan para el asalto del velero cargado de topacios. No hay un pirata que tenga su par de ojos intactos. La misma bandera, inmóvil, confundida con la bruma. A veces, es difícil, distinguir esta bandera de un espejo. De fijar tanto la vista en ella se llega a la convicción que refleja nuestra propia cabeza, sostenida por los huesos cruzados. Pero, ¿es que hay algún hombre seguro de que yo no esté hoy, en esta misma noche, en el golfo de Guinea? ¿Qué sacáis con preguntar mi nombre y confrontar mis huellas digitales?

Sin embargo, se pasa impasible, a menos que se reniegue. Los pantanos empiezan por absorber los antílopes y las golondrinas. Las huellas pueden llegar a comprometernos. En el jardín las manchas de sangre son imborrables. Crimen simulado, sin calcinación. Todas las tinieblas se han ordenado en fila alrededor del falso criminal. Es también una complicidad simulada. Finalmente, el cadáver pierde la paciencia y se lanza a las arenas movedizas. una fuga o el vernos partiendo. La gravitación está en perfectas condiciones atmosféricas. Es una noche como para que parta un ruiseñor. No de otra manera, los esclavos doblarían la rodilla en señal de sumisión al jefe de la tribu. Pegado a nuestras cabalgaduras el mar extiende toda su extraña vegetación, en una porfía de olas, finas, sobre hojas de acanto. Las olas se El crimen ha sido casi perfecto.

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Es preciso dejar bien establecido que no se sabe si es levantan con elegancia y vienen a lamernos la cara. El aire marino y el vitriolo de las aguas están carcomiendo el lado occidental de mi cuerpo. Podrán así sus ojos ver mejor que los Rayos X las deformaciones internas de mis huesos, es decir de mis huesos propios. Melí, a mi lado, lloraría por besar la boca del géyser, del gran.géyser que se levanta frente a la Isla desconocida donde nosotros vamos. La isla de los tiempos prehistóricos que asciende a los antípodas. ¡Aquí, en esta misma isla, están enterrados todos los ricos tesoros de la alquimia, y sus brujas, y sus cuervos, y sus filtros y su Nicolás Flamel! Los planos de la isla han sido descubiertos por algunos parientes míos. Multitud de ocasiones se los han debatido a balazos. Las decoraciones del papiro dan al mar un color apenas perceptible. Los linces duermen sobre una pila de alfalfa que va a rozar el cielo. ¿Cuál era precisamente la nube que ayer me provocaba con tantas obscenidades? ¿Cómo es que yo me desenvuelvo en el vapor, como si se tratara de los útiles de geometría? ¿Dónde está el mochuelo que robó los ojos a mi padre? ¿Cómo estará su cadáver entre las articulaciones de las madréporas? La herida irradia sus ondas magnéticas que van a depositarse en la coraza de los centinelas. Tenemos una vaga esperanza que en la selva nos asalten los tigres. La redoma estallará en mil direcciones por el cielo, mostrando el espectáculo magnífico de los peces negros sobre los techos de zinc. Serán de mi dominio las dunas, los archipiélagos del cielo que entierran sus raíces en el Congreso de Viena. La voz está sola. Hay que dejarla en su cámara mortuoria, rodeada de antorchas y de esclavos recién manumitidos. El cuerpo de la hermosa doncella, sometido a la electrolisis en el atalaya, lejos de los bárbaros en sus ecuaciones de bajorrelieves, lejos de la parábola, redundante como el sexo. Aquí, vestido con la tiara sagrada, el tritón provocará los mejores tormentas, propias a nuestras necesidades cotidianas. Los dólmenes intertropicales obstruyen el paso de nuestras cabalgaduras. Melí se saca sus guantes sin precipitación. Las trombas marinas han empezado a echar sus pequeñas raíces sobre el mar. Melí está deseosa por dejarse arrastrar hacia lo desconocido en el carrousel innato, ya libre de los alcaloides. La neblina se hace cada vez más espesa. Afortunadamente el terreno no muestra grandes dificultades, y los patinadores se deslizan con elegancia sobre el césped sembrado de luminarias, como flores agonizantes hacia el plano inclinado. La sal tiene su razón de ser con relación a la sombra. la sombra de los pájaros marinos, en la jaula de la locura, como el juramento en la boca del acusado. Algunos minutos más tarde, el nigromante rompe su camisa de fuerza y salta su espíritu destruido por la dinamita. El reloj sideral pronto dará la partida a los lebreles infames que martirizan sin compasión sus novias, mientras ya con mis anteojos de larga vista me afano por descubrir ese inevitable punto negro en el cielo. Debe ser algún posible náufrago que se debate entre el oleaje del vacío. Parecen que quieren atracar a una estrella no lejana y calafatear su embarcación de valeriana. Melí me insinúa que nos acerquemos un poco con cierta cautela. En estos arrabales abundan los camaleones y como el terreno está desprovisto de fortificaciones, un asalto sorpresivo sería fatal. Las luces de la ciudad han quedado sepultadas en el polvo de nuestra fuga. Melí sonríe a causa de la fiebre amarilla. Es inexplicable cómo haya podido olvidarse de traer sus conejos pararrayos, sujetos a la palinodia. Si tuviese por lo menos un revólver en mis manos para anunciar mi presencia. No obstante mi obsesión por el punto negro, las tinieblas se han ido intensificando, y parece como si se resbalara sobre mármol obscuro, sin una pequeña laguna de aluminio, para alumbrar esta noche, esta noche tan propicia a las venganzas y a las traiciones. Por la inclinación que ha tomado mi cuerpo, estoy seguro que pronto habremos atravesado el itsmo y allí, en la casa de máquinas procuraremos desviar las corrientes submarinas. ¿Oué voz tendríamos que adoptar para adivinar los pensamientos del pelícano? ¿Oué mantel de fiesta tendríamos que rasgar para descubrir el origen de la luz? ¿Y Voltaire no tenía pantuflas? ¿De qué sirve la cuarta dimensión de ojo sin el cigarro de la muerte? En fin, otras tantas diversiones que permiten el rápido tráfico de la cocaína y de la trata de blancas. Un relámpago viene a poner fin a todas nuestras dudas. Era de suponerlo. Se trata nada menos que de una conspiración. Braulio Arenas y Renato Jara me persiguen en el cielo en una rápida piragua. Renato está sentado, tratando de resolver el problema de los murciélagos: una voz y un murciélago sobre el diagrama del quinto episodio de una aldea de tres pisos. Braulio, de pie, agitándose entre las estrellas y sirviendo de intermediario entre los ángeles que pasan rozando la piragua, sin tocarle. Posiblemente han tramado un buen plan de ataque para la consumación del crimen. Además, por las botellas de agua caliente, que se divisan entre los instrumentos de martirio, veo que piensan prolongarme la vida, a fin de poner en juego las prolongaciones ocultas de la tortura. Pero, ¿qué mano misteriosa ha determinado que sean ellos dos, precisa mente ellos dos; digo, qué mano misteriosa, qué fuerza extraña los ha reunido para que se crucen en mi vida? ¿Quién propuso la primera palabra de mi crimen? ¿Dónde estaba el espíritu de Renato cuando saltó la frase mortal sobre la mesa? ¿Quién propuso que mis lágrimas se arrastraran tambaleantes hasta la misma Dinamarca? ¿Dónde estaba el espíritu de Braulio, alucinado por las mandrágoras de la selva negra? Ninguna bala, ningún puñal, ninguna llama será tan potente como para desviar mis pasos que me arrastran con todas sus fuerzas hacia la soledad que me quema con sus grandes ojos de fuego. Es aquí, donde vosotros conspiradores, llegaréis también por distintos caminos. Aquí, donde Melí y yo nos amaremos hasta que nuestros cuerpos se pierdan para siempre entre mis sonrisas de loco y la poesía cien veces más dura que todos los icebergs de la flora y la fauna antediluviana y conservados hasta hoy a través de la milenaria sombra de todos nuestros antepasados!

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Es al llegar justamente a estas regiones cuando se hace, más necesario que nunca, fijar puntos estratégicos. Las miradas que surgen de los cuatro puntos cardinales van a romperse en la esterilla que cubre el cielo con todas sus estrellas polares y las estratificaciones del cacique encontrado después de largas horas de insomnio. Atrás se han quedado los caballos balanceándose sobre las islas flotantes, conjuntamente con la merluza domesticada. Es una curiosa prueba de equilibrio, que pone en peligro las argucias de todo el cuerpo médico. No habrá otro recurso que someterse resignado a la avalancha que ya viene rodando en dirección contraria a la del declive del terreno. Las cavernas geológicas del último faraón no son lo suficientemente resistentes para soportar el continuo oleaje del vacío. Son quemaduras profundas en donde deben concentrarse todas las fuerzas del Imperio y la esponja del faisán que mueve su lengua como si se tratara de cortar la retirada a un cortejo de cometas, hermosos como ellos mismos, mientras el recuerdo pasa a través de los albores del mundo con las manos entrelazadas en su propio espacio. La lechuza dispara con todas sus fuerzas sobre las clemátides y en un vuelo de penurias transpasa los umbrales del paraíso. Es en estas cenizas donde debemos buscar todos los restos de la brigada de cazadores, extraviados allá por las primeras exploraciones empezadas en la edad de los peces. Es para esta tortura que el ruiseñor se ha desposeído de todas sus ruinas y minas y el llantén que nos comunica con la exuberante flora de cinco mil pies bajo el nivel del mar. Es el mar en cuatro pies, como si quisiera embriagarnos con la arborescencia del hielo, como si su hígado estuviera recubierto con una capa de zinc, para dejar pasar con toda ligereza las páginas del herbario que sostiene los quince o veinte pilares de toda la prehistoria. No me obstinaría yo por mantener esta posición si no fuera por el aire frío que  hace saltar las cabelleras rotas en mil y mil direcciones. El ruiseñor en el polo no malgastaría sus cantos en su afán de imantar las barbas del capitán de las huestes heroicas que se debatirán mañana en la más grande de todas las guerras, la adorable guerra de microbios y de aguas envenenadas. No sería vano mi intento de sacudir el ojo del ahorcado, con la lascivia del que corta por primera vez el tallo de la rosa, azotada por las marismas del Norte. Muera la reina que no sepa manejar la daga por entre la canalla que se muere de sueño. Hemos conquistado el terreno de las palpitaciones confusas, y no hay más misión que encontrar un hombre semejante a uno mismo. Él sabrá por qué la escoria viene del cielo, por qué el ombú asusta tanto a los antropófagos, por qué hemos buscado estos paisajes desolados, libres de todas nuestras amistades y de los enemigos que se quedaron rezagados, lejos de las barreras del gran incendio, en donde seguramente nuestros huesos permanecerán inalterables, a pesar del aire en exceso rarificado.

Aquí estamos, Melí, al fin de nuestra larga caminata. Aquí solos, tú y yo. Ha sido necesario romper muchas lanzas contra el deseo obstinadamente contenido. Aquí nos quedaremos, despojados los vestidos, enarbolando la diadema resplandeciente, cuyos fulgores van a rozar los labios de la Esfinge. Solos en este paisaje que me encanta por sus cuatro costados, solos en este inmenso desierto de los instintos, listos para los ataques del cielo. Aquí encontraréis los cadáveres copulando, en señal de que la muerte les era indiferente. No hay necesidad de calar las bayonetas. Hemos logrado, por fin, localizar los fulgores del maravilloso géyser, a pesar de los espejismos del lugar. Perpendicular a Tegucigalpa, las miradas se han cruzado, lejos de toda huella humana, ahí, con la sangre terrible, cuyos torrentes bañan las circunvoluciones del cerebro; de pie, con los deseos relampagueantes en la punta de los dedos; aún así nos convertíamos en los ángeles boreales, a medida que iban cayendo en un juego sucesivo las hojas fosforescentes del delirio, y para sellar los cielos con una marca de fuego

                                      EL FENIX NACÍA YA DE SU PROPIA JAULA.

 

De Las hijas de la memoria, 1935-1940