LA MUJER NEGRA

Mientras en el cielo aparecían las estrellas, Alicia miró la luz del coche que se alejaba.

Sabe Ud me dijo, esta es la última vez que podré mirar la noche con cierto aire de cariño. Cualquier cosa vista desde el lugar equidistante de un amor, nos parece bella, como despojada de su opaca vestidura cotidiana.

- Pereza intelectual, respondí sonriendo. Ud. puede ver una jungla en un plumero, un ave en un papel encarrujado.  Sabe Ud. que en ciertos lugares donde va no hay caza viviente, los hombres se entretienen en derribar aves artificiales? Esto nos demuestra la alta posición que el hombre ocupa en la tierra. Es el único animal capaz de engañarse a sabiendas con el fin de procurarse un goce.

- Sí, pero eso no ocurre en el amor. Cuando se, ama, es necesario la certidumbre de ser correspondido.

- Ya me entero. Ud. quiere decir que si aplicamos ese axioma al caso de los cazadores de aves artificiales la felicidad se destruye por sí sola.

Sencillamente hablo de lo absoluto, de lo grande y unitario que ha de ser un sentimiento, donde se necesitan la anuencia de dos voluntades para que la caza verdadera y por consecuencia la felicidad apetecida exista, ¿No ha pensado Ud. nunca en el amor? Yo sí. Y vea Ud., agregó, que no lo he hecho por mera ecolalia sentimental, lo que le ocurre a muchos, sino llevada por una necesidad inmanente en mí a exponerme al peligro, a hacer abandono de una comodidad espiritual muy plausible para muchos, pero que para mí resulta demasiado enojosa. La primera experiencia que recuerde, me parece muy triste y por lo tanto exenta de interés para Ud. Eso ya lo saben todos. El primer amor se distingue siempre por ser el más desgraciado y a la vez, extraña paradoja, el más feliz de todos. En cuanto a la segunda…

- Cuénteme la segunda, Alicia, le pedí.

- En cuanto a la segunda, prosiguió sin atenderme, es más triste que la primera. Me costó la pérdida de la virginidad.

- ¡Bah!, objeté, ¿y eso qué importa?

- Nada. Pero, después de todo, un himen es un himen. Y eso Ud. no puede negarlo. Esa simple tela nos permite a nosotras las mujeres decentes, decentes en el sentido en que Balzac así las llama, nos permite toda clase de chantajes.

- Bien, argüí, si le molesta relatarme esa experiencia, ¿por qué no sigue con la tercera?

- Esa es la tercera, me dijo indicándome las luces del auto que en ese momento aparecía en un recodo del camino y que gracias a la atmósfera delicada y liviana del desierto se podían aún vislumbrar perfectamente, y como Ud. comprenderá está demasiado próxima para que pueda relatarla todavía, develando su misterio. Ah! no me pida Ud. eso, me suplicó, al ver mi actitud implorante, sería manchar demasiado pronto un recuerdo.

- ¡Qué manía de limpieza!, protesté, ¿acaso los recuerdos son para otra cosa?

Alicia sacudió la falda de verano que cubría su talle, y amenazándome con un dedo, me invitó a entrar. La noche era sofocante y enrarecida. De lejos nos llegaban las luces del mineral y el soplo ígneo del desierto. Me indicó una silla junto a la ventana e izó el transparente para que penetrara hasta la pieza la pálida luz del cielo. Se inclinó sobre el radio y buscó una estación en el cuadrante.

- ¿Quiere Ud. beber alguna cosa?

A su llamado acudió un sirviente con unas copas y una botella de licor. Después de mezclarlo con un poco de agua, se irguió sonriendo, y mientras me pasaba el refresco me dijo que estaba feliz o liberada, no recuerdo bien. No sé a qué atribuir la sensación extraña que esa frase me produjo. Pues de pronto sentí un deseo enorme de poseer allí mismo a la mujer de mi mejor amigo. Ella tal vez comprendió, pues hizo retirar el sillón que ocupaba con un movimiento instintivo de los pies.

- Yo quiero ser el cuarto, pedí.

Lo absurdo de mi conducta saltaba a la vista. Alicia pertenecía a una familia muy ligada a la mía por razones de amistad y parentesco, además, era la mujer de un amigo íntimo, el que esa noche misma había debido partir en auto a la capital por motivos especiales. ¿Cómo, pues, me atrevía a solicitar una cosa así? Desde luego, que además de faltar a la confianza de un amigo, me aprovechaba de las confidencias anteriormente transcritas en este relato, falta mucho mayor quizás que la primera.

- Soy un huésped extraño, comenté con desamparo al notar un gesto de asco en su semblante, me aprovecho de la ausencia de su marido para hacerle proposiciones deshonestas, aunque píenselo mejor Alicia y vea que no he querido ofenderla, ¿pues acaso el tono semi serio de sus bromas no me da derecho a continuarlas? Vea, Alicia, es tan cierta la intención de mis palabras como las de las suyas.

- ¿Qué le puede hacer creer a Ud. que estoy de bromas? Amo a mi marido y, sin embargo, debo abandonarlo. Mañana, me iré de aquí, ¿No es ésta, pues, mi última aventura? ¿No puedo decir entonces que jamás podré mirar una noche con un aire de ternura como éste.

Y Alicia corrió a la gaveta de su pequeño escritorio colocado cerca de la puerta y extrajo una fotografía.

- ¿Sabe Ud. a quién pertenece?

- No, le dije, no lo sé.

- Pues yo tampoco... Y es esta fotografía de una mujer desconocida lo que se ha interpuesto entre mi marido y yo.

- ¿Le infunde celos?

- No, me dijo, me infunde asco, puesto que me da a conocer lo que es el hombre que amé y que aún sigo amando llevada por la inercia espiritual tan propia de mi sexo, ella me da a conocer que ese hombre es sólo un majadero. ¿Pues sabe Ud. la procedencia de este infame artículo postal? De una de las faltriqueras del hombre de más mal gusto que he conocido... Véala Ud. vea a la Venus negra.

Y con gran sorpresa comprobé inmediatamente la negrura de ébano de esa versus de burdel. Horrible hasta la exageración, parecía haber sido captada por la lente del fotógrafo en medio del hastío de su bocaza de coral, con la firme decisión de encerrarse en un boudoir o en cualquier otro lugar íntimo. En el respaldo de la cartulina leí la más curiosa y nefanda dedicatoria que pueda dirigirse a un hombre y que pueda ser sorprendida por su cónyuge.

- ¿Comprende Ud.?, continuó mi amiga. De este animal no se puede sentir celos.

Y con el orgullo inútil de su belleza menospreciada Alicia apuñó nerviosamente la cartulina entre sus dedos. Entonces ocurrió algo absurdo, algo fuera de toda órbita racional. Debo, por tanto, antes de seguir adelante, desechar todo intento de persuadir al lector de la veracidad de mi relato, y hacer la vista gorda, como se dice, ante su consecuente escepticismo.

La bocina de un auto sonó ante la casa y antes de que pudiéramos recuperarnos de la sorpresa, pues a esa hora una visita resultaba totalmente inesperada, y nadie, por otra parte, habría querido efectuarla en ese tiempo bajo un ciclo tan aborrecible y caluroso, y de la mina jamás bajaban a la casa situada en la planicie, antes de poder recuperarnos, vimos saltar de la portezuela del coche la figura felina de una negra.

Si ella era una auténtica africana o si pertenecía a las islas antillanas, eso nadie podía averiguarlo. Entró a la pieza en medio de la estupefacción ocasionada con su presencia y, tomando la fotografía de manos de Alicia, la acercó a un fósforo y la quemó ante nuestra vista. En seguida hizo un dengue con su feroz trasero y sin decirnos una palabra se retiró por donde mismo había entrado, por la ventana.

- ¿Qué le parece a Ud.? Me preguntó Alicia. Vaya Ud. Llame a los criados, que detengan a esa intrusa.

Cuando salí al jardín era tarde. El auto se había puesto en movimiento y salía ya, veloz, por la carretera, hacia el sur. Aunque bastante nervioso, tuve sí la precaución de conservar el número de la patente, y haciendo de tripas corazón, me dirigí hacia el mineral con el fin de telegrafiar desde allí a la posta más cercana. Satisfecho de mis gestiones, se las comuniqué alborozado a Alicia, que une esperaba en la puerta.

- ¿Y dice que tiene el número de la patente?

- Sí, le aseguré triunfante, y se la dije.

Ella, en vez de alegrarse como era de esperarlo, hizo un gesto de impaciencia.

- Pues, menuda estupidez ha hecho Ud.

- ¿Por qué? le pregunté picado, resuelto a defender mis aptitudes policiales.

- Porque ese es el número de la patente del auto de mi marido. Y ese número Ud. no puede haberlo visto, porque el auto de la negra era otro, muy distinto...

Me senté consternado. Tal vez Alicia comprendió el deseo que en esos momentos me impulsaba a serle útil y a la vez la impotencia en que estaba para hacerlo, pues se acercó hasta mí, poniéndome la mano sobre el hombro.

- No se aflija. Quizá si Ud. vio verdaderamente ese número o su buena memoria le jugó a Ud. una mala pasada, haciéndole ver en el tablero posterior de ese coche un número que no existía allí, pero que Ud. ya de antemano conocía.

Transcurrió algo así como una media hora de silencio durante la cual el radio habló en el vacío. Nosotros no nos enterábamos de lo que decía la voz nasal y torturante del speaker y no estábamos para preocuparnos de los foxtrot que seguramente anunciaba. Al fin me levanté impulsado por un pensamiento súbito.

- Pero…, alcancé a decir.

La voz de Alicia en el otro extremo de la habitación me interrumpió. Un vaso de los que había sobre la mesa junto a ella, rodó con estrépito al suelo.

- Pero, balbuceó, ¿por qué no admitir una posibilidad distinta?

- Sí, corroboré yo, ¿por qué no?

- Ese auto pudo ser el de mi marido, ¿no es así? Claro, contesté, claro que pudo ser el auto de su marido, eso nadie lo discute.

- No se sobresalte. Sólo hace un momento que lo poníamos en duda... pero es que yo, pobre desgraciada, no podía, ¿entiende Ud.? NO PODÍA PONERLO EN DUDA. Eso era demasiado para mis nervios. Necesité adecuarlos poco a poco, antes de llegar a este molesto y fácil descubrimiento. Era ella con mi marido... Y entonces resulta peor su demanda telegráfica... Sí, porque todo el mundo conocerá el escándalo... Y todos sabrán que el hombre que estuvo junto a mí durante más de cuatro años, era un loco majadero...

- ¿Y eso qué importa?

Majadero, ya sabía yo que mi amigo lo era. Nunca creí en esa doctrina suya del peligro, que lo había llevado a habitar en medio del desierto, con el fin, según decía, de mantener alerta su alma y no abandonar jamás la idea de la muerte, manteniéndose fuera del ambiente cómodo y burgués del mundo actual, idea de la muerte, que según añadía, es la única que da sal y sabor al instante. ¿Pero había conseguido todo eso?  Pasó por los eremitas que habitan un cenobio inhóspito, porque allí la vida es realmente ascética y se constituye, por decirlo así, una estética del éxtasis, natural y permanente, en desembolso, sin duda alguna, de las restantes energías perdidas. Pero él, que había llevado al desierto un trozo de ciudad, que gozaba de las comodidades de un excelente aerodinámico, de la telegrafía sin hilos, y que, aún irás, podía satisfacer allí sus manías de mineralogista... No, todo eso era majadería, doctrina hueca y exenta de contenido, edificada nada más que para servir de excusa a una existencia anti social e inútil.

Mi visita a casa del matrimonio en el desierto obedeció, pues, a otros motivos que el que ellos pudieron haber supuesto. En realidad, había sido comisionado por mi amigo el célebre psiquiatra doctor Amorín para recoger datos sobre su “interesante existencia”. Este opinaba qué tales datos, nos servirían para ultimar nuestra memoria sobre la paranoia desértica que en ese tiempo preparábamos y, al parecer, no se había equivocado. Pero el interés no nacía directamente de su locura, sino de los detalles mismos que la ocultaban. Del desierto feroz, rodeando como un cinturón de animales llameantes, a esta joven espléndida, de la gran poesía que se desprendía de esta soledad misteriosa, en fin, de los mil detalles delirantes que componen un paisaje inhabitual y cruel como ése.

Ya hacía algunas semanas que acompañaba al matrimonio, cuando una carta inesperada hizo salir bruscamente al marido hacia la capital. Los demás detalles el lector los conoce.

- Ya sé que a Ud. no le importa nada.

- No mienta, Alicia. Ud. sabe que la amo, que sólo eso me ha traído hasta su lado.

Quise entonces, imprudentemente lo reconozco, atraer su atención hacia parajes olvidados de nuestra infancia. ¿Recuerda Ud.? Le decía. Y ella movía la cabeza. Su anhelo de pureza, su temperamento varonil que hacia de Ud. un bello andrógino, dispuesto a pelearse por todo, y a defender su libertad a toda instancia. Y ella movía la cabeza. Cómo mi madre me reprochaba que fuese en seguimiento suyo, y no estudiase esas odiosas pruebas del bachillerato, mientras Ud. se olvidaba de sí misma en los brazos de un oficial de la guarnición. Y ella movía la cabeza. ¿Pero cómo es posible que Ud. lo haya olvidado todo?

- No sea tonto, gritó, ¿pero es que no comprende que tengo mi atención puesta en otras cosas? Esa negra maldita me ha robado a mi marido. Me ha sumido en el escándalo.

- Su marido volverá, le dije por consolarla.

- No, porque ya no es el hombre puro, el que abría las ventanas, cuando, tendida a su lado en el lecho me retorcía de amor y estiraba hacia él los brazos, y exclamaba ante el cielo: “El verdadero placer no existe”. Y desechándome con asco de sus ojos caía en el deliquio místico que yo sin darme cuenta constelaba. No, ese hombre no existe, porque de fuerte que era, ahora es frágil... Me ha engañado, ¿sabe Ud.?, como un vulgar majadero.

Con mano convulsa abrió el batiente del balcón.

- La noche está clara, me dijo, ¿quiere Ud. acompañarme? Quiero mostrarle algo...

El aire batía la clara muselina de su falda y a pesar de los guijarros del terreno, ella avanzó hasta la masa de los cerros. ¿Por qué uno estas cosas en una frase? Porque se me ha quedado grabado corno un espectáculo atroz: la muselina que cubría ese cuerpo deslumbrante y esos negros minerales escondidos en la tierra. ¡Qué inmoral, recuerdo haber pensado, comparar una mujer con una joya! Pero esa joya tenía un alma y podía hablar. Se detuvo junto a un pozo.

- Este pozo, me explicó, está lleno de cadáveres.

- ¿Eh?

- Sí, los de todos los hombres que asesinamos con Jorge. (Este era el nombre de su marido).

Continuamos caminando en silencio. ¿Estará loca?, pensaba yo sin decidirme a dar un dictamen.

- Es mejor que me hable Ud. de sus experiencias en el amor…

- ¡Si no le hablo de otra cosa! Necesitábamos llegar a lo absoluto, ¿entiende Ud., la verdadera unidad de lo absoluto la proporciona solamente el crimen. Así afirmaba Jorge... ¡Jorge!, gritó con voz llorosa. El luchó siempre contra el vicio. ¿Y sabe Ud. quién es el vicio? ¡La negra!, gritó esta vez despavorida.

En efecto, en el páramo se veía la silueta confusa de una mujer que se acercaba. Alicia se refugió en mis brazos, lucharé, gemía delirante, lucharé. Si, aquella figura se acercaba cada vez más. Y traía algo blanco en la mano, talvez una fotografía. Empuñé instintivamente el Smith y Wesson.

- ¿La fotografía?

No, no era eso. Nos traían simplemente, la respuesta desde el otro extremo del desierto. No se había visto pasar ningún auto en ninguna dirección. Alicia me miró espantada.

- Entonces Jorge, alcanzó a musitar, y cayó sin alientos sobre el yermo.

Aquella noche esperamos inútilmente noticias. El radio guardó silencio después de medianoche. El servicio telefónico era sola mente diurno.

Realmente no comprendo por qué Alicia se entrega a la desesperación, pensaba yo en la obscuridad de mi cuarto. Ella debía haberse imaginado todo esto. No se juega impunemente con el misterio. Querían amarse con un amor más grande de lo que una realidad posible lo permite. Era necesario que la locura interviniese, que ella devanase los cabellos madrepóricos del sexo y dejase ver el fondo negro de la corriente del tiempo. Construían un mundo de visiones sobre sombras. Majaderos, continué pensando, ¿por qué se obstinaban en superar una costumbre? El amor es una costumbre, si, eso es el amor de los humanos. Una costumbre intelectual como cualquiera otra. Después de pensar en esas cosas me quedé dormido y sólo desperté al llamado insistente del teléfono en el hall. Me sorprendió muchísimo que Alicia no lo atendiese. Me eché la bata encima y empujé la puerta del cuarto. En medio de la habitación, como fascinada o en estado mediúmnico, Alicia miraba con transporte hacia el desierto, sin oír, al parecer, lo timbrazos estridentes. Cogí el auricular y una voz desconocida me dio a conocer lo que ocurría. El cadáver de Jorge (aquí el apellido de mi amigo), había sido hallado en las inmediaciones de la cordillera, debajo de su auto en llamas. La causa del accidente se desconocía, aunque se temía la posibilidad de un suicidio. La voz del teléfono, que resultó ser la de un ingeniero de las minas, agregó que los cadáveres estaban estrechamente abrazados y denotaban gran serenidad en los rostros.

- Pero. ¿Cómo?, grité involuntariamente, arrepintiéndome al instante de mi precipitación. ¿Había alguien más en el vehículo.

- Sí, señor, una señora...

- Ah, si, repuse, una africana o algo así. Y tapé el micrófono con la mano para explicar el caso a la joven que seguía en su muda meditación. -Tu marido ha muerto. La negra estaba con él. ¿Qué hacemos?

Alicia se volvió y tomó el auricular en los precisos momentos en que la voz de nuestro desconocido informante protestaba:

- No, señor, ¿de dónde ha sacado Ud. eso?

Alicia permaneció en silencio largo rato. Al último, como quien despierta de un sueño, comentó:

- ¡Qué injusta he sido!

- ¿Por qué, mi pobre amiga?

- Porque aquella negra... aquel negro diablo no existe...

Yo hice un ademán y traté de pedir una explicación. Ella no lo consintió: Me hizo vestirme a prisa y en cuanto hube despachado mis sobrios menesteres de tocador me empujó hacia afuera.

-Es la hora del ómnibus, me dijo, y es preciso no perderlo.

No pude arrancarle más palabras.

En las oficinas del mineral nos esperaba un espectáculo macabro. Los cadáveres, semi carbonizados, se hallaban estrechamente unidos sobre el piso salitroso del cuarto, como una imagen y representación de la vida y de la muerte. Ella era la mujer más bella que talvez he visto en mi existencia. Ni el rigor ni la sangre coagulada sobre sus sienes, ni el aspecto desolado de sus mejillas, podían robarle un ápice de lo que sin duda había sido cuando viva: una belleza extraordinaria.

- ¿Se sabe quién es?, indagué al azar.

- No sé, creo que una artista de cine...

En un camión de carga hicimos viaje a la ciudad con ese trágico equipaje. Alicia miraba sonriendo hacia adelante, mientras unas gotas de sudor le humedecían el rostro y se dejaba llevar indolentemente por los vaivenes del vehículo que se movía con atuendo sobre el rugoso manto de la escoria. Parecía feliz de ver cumplida una doctrina, llevado hasta el exceso un pensamiento. Jorge había amado verdaderamente el peligro fue su muerte, con aquel suceso sobrenatural de la víspera, un digno término para quien despreciara tanto a los que mueren entre idiotas oraciones familiares.

- La muerte debe ser la última demostración de la voluntad. Si ella no prueba una firme convicción es sólo un lapsus: Así decaía Jorge. Por eso creo ahora en él.

En la ciudad nos informaron detalladamente sobre la personalidad de la muerta, Se trataba de una artista de cine muy especializada en el folklore africano y notable por sus interpretaciones de la danza del vientre.

- Es de sentirla, más que por ella misma, porque moralmente valía muy poco la pobre chica, por la falta que le va a hacer a nuestros empresarios.

Alicia, después de todo un poco decepcionada, me suplicó que la dejase al día siguiente de los funerales. Quiero pensar, me dijo, sobre todas estas cosas si alguna vez llego a convencerme de ciertas sospechas, entonces sabrás de mí, no antes.

Pasó el tiempo y sólo ayer recibí noticias suyas:

- Estoy dispuesta a comenzar la cuarta experiencia. Trae flores y revistas.

Mañana me dirijo en el avión más rápido hacia Antofagasta, desde donde seguiré inmediatamente hacia el desierto.

 

De Bouldroud, 1942