EN LIBRE PLÁTICA

Una novela de amor tal como sentimos el amor a través de las propias experiencias, un poco mustio, bastante humillado por las múltiples celadas de la ira cotidiana, una novela de amor así,., con su realidad palpable, podría describir esos errores iniciales de la vida, aunque para lograr ese objeto debiéramos desdeñar las numerosas causas ajenas a él y posponer acaso no pocas evidencias posteriores. Pero es un placer que se justifica por si sólo girar en torno a ese penoso cigueñal, punto central de tantas aventuras nuestras y único soporte de la vida.

Apenas traspasé los veinte años fui a caer para mis males, a ese pueblo deletéreo y malsano, lejos de toda ayuda familiar, encerrado completamente tras las pétreas cadenas de mi egoísmo. Era bastante desagradable mi presencia, lo confieso, entre tanta gente dichosa, que se empeñaba en vivir con cierta holgura, descuidando las cadenas de su mísero egoísmo. Ellos hacían de la vida una suerte intelectual de conformar a un medio establecido, que poseía un  misterioso poder sobre la gente, sus deseos, si es que algunos les quedaban, personales. Esa inclinación generosa, torpemente generosa, me irritaba. Con qué derecho, me decía, estos miserables se desprenden de sus propias esperanzas, para hacerlas revivir podridamente en los demás. Si con un poco de más imparcialidad y más filosofía examináramos las ventajas de una convivencia y ayuda mutua así, veríamos, con no poca sorpresa, que los resultados son bastante despreciables. Lo único que han conseguido es amargarse con las palabras más horribles, deber, trabajo y felicidad, sin pensar que muchas veces el deber no es nada más que un sinónimo de hábito, el trabajo un disfraz más o menos dichoso del concepto esclavitud y la felicidad una mezquina presunción burguesa. Todos los modernos calificativos con que el hombre ha pretendido enmascarar, sus miserias ancestrales, me mortificaban hasta hacerme morir de asco. Sin embargo, nadie podía decir de mí que sufriese de inadaptación, o que debido a una complexión enferma y delirante, estas teorías me obligasen a buscar un refugio en los campos más opuestos al sentido general; no tenía nada de eso; en mi trabajo era puntual y comedido como el más, y gozaba de un standard de salud bastante regular. Aquellas críticas, pues, nacían de mi propio temperamento, sin que nada, ni el menor concomitante externo colaborase en su aparición.

Ya es tiempo de decir, no obstante, que yo era hijo único de padres acomodados y que, como tal, nací en condiciones que, según decir de todos, son bastante desfavorables. Inconformista por naturaleza, vagué durante los primeros años de mi vida sin hallar en ninguna parte un punto fijo de asidero. Como esa situación se prolongase más de lo debido, y como a las críticas apasionadas de mi familia comenzasen ya a sumarse las de todo el pueblo en que vivíamos, mis padres decidieron enviarme al sur, donde un diputado de gobierno me ofrecía una no muy mala colocación. En esa forma llegué a ese pueblo, a una edad, propicia al trastorno de las ideas, casi con la seguridad de volver en seguida al hogar paterno, pues la nostalgia, el disgusto y el frío me iban volviendo neurasténico. Transcurridos algunos meses logré habituar mi furia a un grado natural, me aislé bajo una capa de orgullo y caractericé mis facciones con la mueca más dura y solitaria, transformaciones preliminares todas estas que me permitieron desafiar con ventaja mis internas debilidades. Como ocurre en casi todos los que sufren de timidez, me volví arisco y desdeñoso, casi fatuo puedo agregar, aunque esta denominación resulte un tanto gratuita, ya que ella me fue adjudicada por los otros, sin que a mí me permitiesen recusarla. En esa mortal, curiosa atonía de nervios, ocupado durante semanas enteras en la tediosa tarea de revisar contabilidades, libros de ventas y entradas, conseguí animalizar aquella parte de las faenas habituales, esos horteras de almacén que convivían a mi lado todo el día en la oficina, se iban a los bares a acabar de embrutecerse, y como la noche se venía encinta sin ninguna transición, y mi voluntad estaba herida de muerte, yo también me acostumbré a acompañarlos. Así habría continuado la mayor parte de mi juventud de no mediar unas nuevas, imprevistas circunstancias que me alejaron para siempre de esos hábitos para hacerme caer en, otros.

En diferentes ocasiones había sido comisionado por mis jefes para salir al campo y a los pueblos de los alrededores a hacer unas cobranzas. Algunas veces estas comisiones se prolongaban por algunos días, en los cuales debía alojar y comer en las mismas casas de nuestros deudores, situación más o menos ridícula que nuestro gerente y demás jefes no se cuidaban de modificar y que, por otra parte, no dejaba de ser molesta para el empleado que las cumplía. Sin embargo, esas comisiones eran solicitadas con bastante interés por todos los que trabajábamos allí, sea porque esos viajes nos proporcionasen una ligera sombra de lo que es la libertad, o porque así muchos se podían emborrachar impunemente, el hecho es que nadie rechazaba esa estimada granjería. En uno de esos viajes llegué a conocerla, digo conocerla, cuando en realidad cometo un error al aplicar ese verbo que señala un grado más alto de conocimiento que el que pude instaurar con ella, pues la vi solamente una vez, y eso, de soslayo. Pero nada me importaba puesto que así podía voluntariamente destinar una parte de mi alma a una ocupación ajena a ese trabajo que la detentaba todo el día, y hay placeres de la imaginación que, si bien no igualan en corporeidad y permanencia a los que la realidad ofrece de vez en cuando, no dejan, sin embargo, de poseer cierta fijeza y cierto ritmo, musical podríamos decir. A las dos de la tarde, con el vientre lleno, la boca grasosa por la comida indigesta del hotel, el cerebro lleno de sonidos opacos y las sienes golpeadas por la sangra monótona y jadeante de la hora de la siesta, una figura como aquella estilizada y tierna, venía a diario a levantar mi pluma hacia lo alto y a dejar caer un informe goterón de tinta sobre el libro mayor. Este recuerdo podía muy bien indemnizarme de todo lo asqueroso que tenía para mi esa sórdida realidad porque en esa forma, ya que no era ni escritor, ni artista, me evadía de los míseros contactos cotidianos. Eso acentuó mi desdén hacia los demás, me impuso una fiebre continua de dolorosa exaltación mental muchas veces determinada por motivos inocuos, y que me transformaba en un individuo colérico y sin educación, al que era preciso disgustar, moler a dificultades y sumir en su propio odio. Mis compañeros me odiaban y mis jefes también; muy pronto llegué a ser el alma en pena de la oficina, papel que por mi parte mantenía con agrado, ya que me brindaba la ocasión de hacer la vida libre, la ansiada vida libre de la infancia, aunque en forma artificial y dolorosa.

En muchas formas del orgullo se esconde un ser así. La cólera mantenida con desgaste de las fuerzas humorales, es siempre fiel refugio para el que ama vivir libre, y es la cólera, como plano inferior y permanente, la base del orgullo de los libres. Estos han de luchar contra toda fuerza ajena, para hacer de su libertad un privilegio vitalicio.

Para librarse de mi enojosa presencia mis compañeros de oficina hicieron todo lo posible por intrigarme ante mis jefes; pero no obtuvieron nada, porque éstos no podían despedirme sin caer en desgracia así ante el diputado de gobierno que fue mi recomendante. Ese diputado era el protector oficial de la industria ante el gobierno y muchas de las feroces exacciones que ésta cometía con los pobres adquirentes eran acalladas por aquel sin que se pudiese nunca en forma alguna reprimirlas. Sabedor de esa situación me aproveché de ella, hasta convertirme en la neuralgia de mi jefe, intensificando de mil modos la malquerencia que merodeaba, presa de las mismas redes que con tanto cuidado había tejido. Para no verme más decidieron enviarme en comisión, como ya se hiciera en otras ocasiones con los mejores empleados, pero en mi caso sólo por desterrarme de sus ojos, limpiar la oficina de mis coléricas miradas, de mis gestos de demonio perseguido y sobre todo  de la crítica amarga de mi boca. Creo que el día de mi partida: muchos suspiros de alivio debieron brotar en esa casa y casi estoy seguro que más de alguno bailó de gusto.

Sentado en un vagón de ferrocarril y más tarde en un jumento que arrendé en la estación de término, pensé con sumo agrado en ese odio que ponía, entre mis semejantes y yo, unas horas de distancia, a las que yo agregaba el placer de sentirme libre con mi cartapacio de muestras bajo el brazo, cabalgando por el campo. Bien sabía yo que toda esa libertad, esa respiración a pleno aire, no la debía sino a causas desdichadas, es decir a lo que cualquier hombre, distinto a mí, habría considerado como tal; pero ese sentimiento, de haber existido en mi harto endurecida alma, se habría visto equilibrado inmediatamente por el placer de saber que pronto llegaría a casa del objeto de mis azares.

Durante los días que pasé en la oficina con el recuerdo de ella en la cabeza y que, ahora bien puedo declararlo, me sirvieron, más que para amarla, para odiar su pureza campesina, o lo que yo creía pureza en ese tiempo, para tratar de ensuciar su imagen con los más abyectos pensamientos, durante esos días, me hice el propósito de asediarla hasta lograr mis fines. Y sin confesármelo, porque eso me habría dado mucha vergüenza, constaté en el sub-plano de mi existencia conocida un fondo brillante y débil que sólo se iluminaba cuando mi voluntad decaída oscilaba hasta las lágrimas. ¿Ternura? ¿Qué podía ser aquello? En mi último viaje había llegado hasta los confines de la provincia y en una casa mitad almacén, mitad habitación, descubrí la causa de esas preguntas. Era una muchacha sin relieve alguno, baja, morena, virulenta. ¡Pero sus ojos, había tanta luz en sus ojos y sus manos se me ofrecieron con tanto abandono cuando se las apreté al conocerla! Una prueba de virtud, me dije, para engañar mi inclinación a desearla y la fui despojando mentalmente de todos sus vestidos.

Hacia allá iba ahora, después de algunos meses, con el propósito de permanecer a su lado hasta vencerla. Para conseguir este objeto, contaba con mi dinero y ¿por qué no decirlo? con la mentira y con la audacia. En honor a la verdad, debo anticipar, no obstante, que nunca me había metido en una empresa similar, y que, por naturaleza, me han repugnado siempre las mujeres, a las que encuentro demasiado distintas. La diferencia me horrorizaba: pero no tanto que me impidiese acercarme a ella. La vi y quedé desengañado; alguien, no recuerdo quién, me comunicó que estaba de novia; la maldije y continué mi viaje sin lograr la deseada entrega. La mediación inesperada del azar me salvó de regresar a la ciudad en ese estado de derrota. Al bajar en una estación cercana al lugar en que ella vivía, por unos asuntos comerciales que allí debía gestionar, la vi avanzar en mi dirección con un paquete entre las manos:

- Venció, me dijo sencillamente.

No le pregunté nada; no me importa lo que piensan las mujeres, ni menos las que amo. Me interesa únicamente su obediencia, esa parte siempre cambiante de mí, que me van ofreciendo en las horas siempre claras del placer. Después de todo, esa es la mano que las acaricia como ellas lo desean, sin hacerlas bostezar. Posiblemente mi silencio la ofendió y quiso retroceder, asustada de lo que ha debido llamar mi acogida tan glacial. Las mujeres siempre se figuran que nosotros los hombres debemos caer ante sus pies; ya no era tiempo de venir con esos dengues. La cogí brutalmente del brazo, estampándole un beso casi grosero en la nuca. (Es ahí donde me gusta besar a las mujeres). Más tarde, en el cuarto del hotel, me miró con desenfado.

- Es necesario que sepa la verdad. Mi, padres me aburrían.

Siempre aburren los padres, pensé. Para que alguna vez seamos lo suficientemente francos como para encarar esa verdad. Los padres aburren con rapidez en ciertos casos. Elena no llegaba aún a los veinte años y podía por tanto permanecer allí de espaldas todo el día, mientras yo discutía con mis odiosos clientes. Al volver la encontraba indefectiblemente silenciosa detrás de los vidrios mirando con sonrisa alelada los vagos transportes del crepúsculo. Fue una suerte para ella que esos días une encontrase con hombres sanos, dispuestos a liquidar sus asuntos y a hacer nuevos pedidos. En caso contrario le habría ido mal. Su sonrisa errátil comenzaba a asquearme, su falta de limpieza, su descocada pereza. Sé una buena niña, le dijeron en la infancia, y Elena se divertía en adherirse a ese concepto hipócrita; sé buena, como si este diserto moral, descrito por todas las buenas obras de la parroquia, recabase en el amor alguna ventaja notable. Su bondad, sin embargo, se limitaba a cierto mínimo decoro en los modales y a observarme por el rabillo del ojo, y no de frente como debiera hacerlo toda niña sana, cundo yo cumplía un ritual higiénico en el lavabo o cuando me desnudaba ante el espejo. Venció, me había dicho, y ella hacía lo posible por vencer en la derrota. Con esa malicia sutil, tan útil por ejemplo para hacer un buen negocio, me hurtaba sus propósitos aquella planicie incógnita de su alma donde éstos anidaban, sin pensar que a mí sólo me interesaban sus cumbres desoladas. Cuando el cuarto día le comuniqué mi partida al pueblo donde vivía y como le hiciese ver que ya podría, regresar ella también al suyo, se quejó por primera vez de mi glacial indiferencia. Me encogí de hombros y continué tamborileando los vidrios a su lado durante unos minutos. Esa ocupación absorbía muchas horas de mi actividad diurna, como asimismo de la noche; en cada dedo tenía un callo y en la frente una arruga ancha, feroz. En esa forma me vengaba de la suerte.

- ¿No se da cuenta que no puedo volver?

Esta facilidad para adherirse a mi persona me pareció de muy mal gusto. Casi denotaba cierta ausencia de decoro indicármelo a mí que solamente la había prometido unas horas a su lado. Además no podía permitirme un lujo así, fuera de los alcances normales de mi bolsillo, y que, por otra parte, podía poner en peligro mi equilibrada vida de hombre solo. No obstante, me inclinaba a ella, como si esa llama de deseos que alimentaba por sus encantos estuviera aún erecta, dándome una sensación de ubicuidad romántica bastante lastimosa. Elena a mi lado, se apelotonaba de angustia. Pasé la mano sobre su pelo deslumbrado; varias chispas vibraron en el vacío ético de mi alma.

- ¿No se da cuenta que no puedo volver?

Estuve a punto de replicarle que eso me tenía sin cuidado, pero juzgué con severidad esa confesión y la retuve entre los labios con el amargor de la cólera que empezaba a cosquillear mis glándulas. Después de todo, ya podría pensarlo mejor más tarde y evoqué mi cuarto solitario en la ciudad para que su imagen cruel, no ofreciéndome ningún halago, me permitiese tragar la acre respuesta que preparaba adentro. A pesar de todo, no pude impedir que mis hombros repitieran ese gesto de indiferencia con que mi organismo se defendía instintivamente. Elena retrocedió:

- También usted es un canalla.

La palabra también me hizo pensar un rato mientras me acostaba. ¿Por qué la dijo? ¡Bah! Posiblemente por su novio, también a él lo había colmado con su pegajosa adherencia. Bien probado le está, me dije, y la recibí en mis brazos cuando depositó su cuerpo en el lecho. La miré de perfil; su sonrisa irónica continuaba allí, aún en la obscuridad, como insultando mi oprobio. Aquella noche la acaricié como nunca lo había hecho y sentí una extraña ternura por esos labios sonrientes, alelados. Sin darme cuenta comenzaba a interesarme por el lado diferente de su cuerpo, por aquello que no había en mí y que tanto había menospreciado antes Cuando al fin me preguntó si quería llevarla conmigo no eché de ver la malicia de su pregunta, ni el arte con que la había ido preparando, sugestionándome primero con sus besos. Es lógico que proceda así, pensaba, porque me ama. Y al día siguiente después de unas horas en un vagón de tercera, llegamos a la ciudad, a mi cuarto. Le indiqué el rincón del lecho, la silla y los otros objetos y salí a comprar velas, porque a causa un temporal que se había desencadenado días antes las comunicaciones estaban rotas y la ciudad a obscuras. Cuando volví la hallé en el mismo punto, o sea junto a la ventana mirando al exterior. Se apoderó de la vela y sin mirar a ninguna parte se desnudó, diciendo que no podía tragar bocado de cansancio. En el comedor me esperaban los otros pensionistas, entre los que se contaba un compañero de oficina y una mujer rubia, querida del  alcalde. Esta me saludó sonriéndose:

- Se ve que ha tenido suerte Ud. En su viaje.

Para no darle oportunidad a preguntarme sobre nada, me senté a la mesa sin hacer gran caso de las miradas de provocación que me dirigían mis vecinos, Uno de ellos propuso que mi llegada debía celebrarse bebiendo. Seguramente, respondí, es necesario festejar mi suerte. A pesar del odio que por mí sentían no titubearon en beber a costas de mis bolsillos y el vino corrió por los vasos hasta que la embriaguez se encargó de disipar las malquerencias. Horriblemente charlatanes por naturaleza, el licor excitó esas naturales aptitudes y muy pronto aquella mesa fue un lugar de confidencias y confesiones tanto más ridículas cuanto que nadie las solicitaba.

- Tengo una esclava, grité vacilante.

La mujer rubia se lanzó a defender lo que ella llamaba sus derechos femeninos. Las voces descompuestas de los otros la corearon. Las mujeres no son esclavas; no, protestaban esos miserables que no habrían titubeado en propinar una paliza a sus mujeres. El amigo se chancea, proseguían en tono conciliatorio, para no peder los jarros de vino que podría ofrecerles aún. Exasperado me levanté de la silla y los invité a subir; se miraron con extrañeza, a pesar de la embriaguez, y me siguieron hasta el cuarto donde Elena los recibió temblando, mirándome asustada. Ellos, detenidos en la puerta, la saludaron con muestras de respeto. Elena me sacudió la manga tratando de cubrirse con las enmantas de la cama:

- ¿Qué quieren éstos?

- Casi nada, contesté, conocerte.

Le arrebaté la ropa de un golpe y la dejé completamente desnuda ante los ojos de los otros. Elena no se movió, tanto era su terror, inmovilidad y terror que yo aproveché para cruzarle el cuerpo con mi cinturón. Como alguien quisiese intervenir me di vuelta hacia el grupo y los insulté a todos. Elena, desvanecida de miedo, como buena comediante se retorcía sobre el lecho y yo avancé hacia ellos con la vela en la mano y con la resolución de matar. No recuerdo más, un feroz golpe aplicado en la mandíbula me dejó sin conocimiento. Cuando desperté, Elena no estaba allí. Corrí al teléfono para averiguar su paradero y al pié de la escalera, junto a la puerta que daba al interior de la casa, la encontré observando la lluvia que empapaba el patio. Al preguntarle por qué no subía me dijo que no pensaba hacerlo más.

- Espero que pase la lluvia, me dijo.

La cogí violentamente del brazo y la arrastré hacia el cuarto. Me miraba con tanta angustia que, lo confieso, me dieron deseos de reírme; pero a fin de asustarla más me contuve y me contenté con darle un puntapié bastante moderado en el trasero.

- Eres una gran imbécil, le dije, si das importancia a lo de anoche. ¿Quién eres tú para aspirar a la responsabilidad de ti misma? Estás en mis manos y debes ser mía.  Aun en el caso hipo tétrico de que Dios exista, sería yo y nada más que yo el que respondería de tus actos y no tú, pobre tonta...

Le puse tinos billetes en la mano para que se comprase lo más necesario a su nuevo género de vida en la ciudad y me fui a la oficina. En cuanto hube llegado a ella, el gerente me hizo llamar:

- La casa está muy disgustada con Ud., señor mío, me dijo.

- No lo estoy Yo menos con la casa, le respondí con cinismo. ¿Y se puede saber por qué la casa lo está conmigo?

Entonces el gerente me dijo que las continuas quejas de los adquirientes de la industria, muchas de ellas, aunque pareciese raro, bastante motivadas, lo habían decidido a despedirme del trabajo. Un empleado, cuya presencia y chanzonetas odiosas obligan a sus compañeros a evitarlo y que puesto en comisión se convierte en un tirano expoliador de la clientela, indisponiendo así a la industria con las personas de la región, no debía permanecer un minuto más en la oficina. En realidad, según supe después, lo que motivó verdaderamente mi salida fue la falta de apoyo en que quedé después que el diputado de gobierno que me protegía terminó el período de su mandato. Por otra parte, el alcalde aquella misma mañana había telefoneado a mi jefe comunicándole el escándalo de la noche anterior. Recibí, pues, lo que se me adeudaba y con el corazón ligero me dirigí a la casa. Perros, mascullaba, mientras iba por la calle, no saben cuánto los desprecio, de saberlo no se habrían molestado en inventarme esas mentira. ¿Yo expoliar a los campesinos? Y bien, ¿acaso no eran órdenes suyas las que cumplía? Es cierto que en mi celo muchas veces, la intransigencia brutal de mi carácter exageraba el reglamento. Si se me exigía una prórroga para pagar una letra por vencerse casi siempre me negaba. ¿Pero no iba eso en provecho de ellos mismos? ¿Debía forzosamente afelpar la sevicia  esos tiburones dándome aires de pastor protestante y diciéndoles, por ejemplo: No importa que no paguéis ahora, hijos míos, en cuanto podáis cumplir con vuestras deudas estaremos con los brazos abiertos? No, mil veces no. Yo era franco y les gritaba: perros tramposos, ya veréis cuando lo sepa la Gerencia. Y ahora que la Gerencia lo sabía me dejaba sin empleo y ante el peligro de morirme de hambre. Sacudí las suelas de los zapatos (esta es una manera de decir) y me dirigí a la casa. Elena no se percató de mí llegada; con una aguja en la mano remendaba mis calcetines. Se los arrebaté con furia:

- No quiero que hagas nada, le dije, además te ordené que solieras a comprar lo que necesitas.

Durante un largo rato me miró y por primera vez aquella planta habló con voz humana:

- ¿Por qué me quitas el trabajo Eso me hace bien; tú no lo comprendes porque eres malo... Todo el mundo dice lo mismo de ti, que eres horriblemente malo.

Me senté en la cama, mirándome siempre en el espejo del ropero y sin atender al contenido de sus palabras. Ser malo o ser bueno era algo que me tenía sin cuidado desde hacía muchos años o por lo menos así me parecía. Con tono indiferente:

- ¿Tú también crees lo mismo?

Lo dije sin hacer que mi cabeza se levantase de la almohada para mirarla. Tenía los pies húmedos y en todo el cuerpo un desagradable olor a paraguas, a goma mojada. Unos gruesos goterones caían sobre el techo prolongando a la fuerza la lluvia de la madrugada. ¡Diablos! pensé, ahora sin empleo y con esta golfa a cuestas, ¿qué voy a hacer? Por un momento se me ocurrió abandonarla, irme lejos, tal vez refugiarme al lado de mi familia. Pero después deseché esa idea por irrealizable. Mi familia va no contaba para nada. Ella misma fue la que me condujo a ese laberinto de vicio, tedio y lasitud en que me veía ahora precipitado. Por lo pronto podía reducir las primeras eventualidades a mi arbitrio, para eso aún me quedaba una regular suma dinero, y después de todo. ¿Qué esperanza verdaderamente seria podía nadie depositar en mi porvenir? Eché a los diablos esas fúnebres ideas y me puse a silbar. Casi siempre lo hago así. O tamborileo o silbo. Después de largo rato advertí que estaba solo. Y como ya no tenía a nadie por testigo me tendí en la cama. Elena volvió con unos paquetes. Continué silbando.

No puedo calcular el número exacto de días que permanecí en esa posición. Tenía la garganta seca, las pupilas agrandadas por la obscuridad de la pieza de había prohibido a mi compañera que abriese los postigos), y en los oídos me sonaban a veces entrecortadas preces, dirigidas a no sé qué repugnantes imágenes que adornaban las paredes de la habitación. En el fondo, como por otra parte me ha sucedido casi siempre, no pensaba en nada. Presentía que en esa forma se estaba más cómodo; tragaba los alimentos sin masticarlos o me hundía entre las sábanas a rumiarlos con sadismo Tampoco puedo describir lo que pasaba por el ánimo de Elena. Sólo sé que me cuidaba con una suerte  fidelidad bastante extraña. A los pocos días un intruso visitante la acompañó, me cogió el pulso y carraspeó un diagnóstico cretino. Me erguí furioso dispuesto a lanzarlo a puntapiés. Oí exclamar a la mujer:

- Es malo, ¿sabe Ud.? Está así de puro malo...

El médico movió la cabeza y se retiró sin darle tiempo al pelambrillo. Entonces me levanté de veras. Cogí a Elena por el cuello y la obligué a salir. El resto de la tarde estuve solo Por último me levanté, pagué a la patrona el precio del cuarto y sin recoger mi equipaje me dirigí a la estación. Al atravesar la calle encontré a Elena. Hice un gesto de disgusto y volví sobre mis pasos. Seguramente comprendió mis propósitos, porque al regresar al hotel, fue ella la que me abrió la puerta.

El amor, sí, pero el amor despojado de todo su aspecto adverso, tal como lo pintan aquellos que nacieron con el beneplácito  sus padres, y la admiración de todos los funcionarios públicos, el amor aquel no lo comprendo. Es falso, traidor como los gatos regalones, sin audacia, cobarde, traspasado de vulgaridad.

Al abrirme la puerta del hotel, Elena me abrió sencillamente la de su alma. Me metí llorando a su interior. Hacía tiempo que no lloraba. La dueña del hotel me miró pasar aterrorizada.

- ¿Está loco?, masculló.

¿Pero es que acaso el hombre solamente enloquece cuando recupera su libertad perdida? ¿Es que todo el muladar de los viejos hábitos son también la vida nuestra? En ese instante, sin embargo, no se me ocurrió pensar en esas cosas. Preferí que me creyesen loco y guardé con humildad los viejos restos de mis cóleras. Me produjo una salvaje alegría tocar la piel de Elena. El término de esa semana y de la otra me sorprendió en ese deleite, tanto que no advertí la monótona disminución de mis caudales. Pero eso no me habría importado. Lo que acabó con mi alegría fue el aborto de Elena. Sí, aquel aborto terminó de envenenarme. Cuando ella me confesó la historia de sus amores no me creí en el deber de reprochárselos; peno cuando a eso agregó el deseo de que yo mantuviese al fruto de sus entrañas, reaccioné como un rígido baronet inglés, con el índice dirigido hacia la puerta:

- Qué cruel eres, ¡por la Virgen! qué cruel eres...

Entonces pensé mejor la estratagema. Aquello debía sonar públicamente. A mí nadie me engaña, me decía, de mí nadie se ríe. Y a gritos como acostumbraba a hacerlo cada vez que me dominaba el furor, congregué a todos los vecinos a mi alrededor y cuando ellos estuvieron curiosamente agolpados en torno nuestro, me lancé sobre el vientre de Elena y lo pateé sin compasión. En balde gritaba y los cobardes espectadores trataban de separarme de mi presa. Cuando recobré el sentido estaba cubierto de espumarajos en un banco de la cárcel pública.

- Las deposiciones que harán contra Ud. serán monstruosas, se explicó el alcaide, le conviene tener preparado un abogado o un médico que le declare a Ud. irresponsable.

Me encogí de hombros y esperé los acontecimientos. Nada supe por de pronto de mi desgraciada compañera. Cuando quise preguntar por ella los carceleros se sonrieron con misterio. En el juzgado vine al fin a saber de ella. Se había refugiado, según me explicaron, en un burdel, después de haber hecho algunas útiles relaciones en el hospital. El juez me condenó a una fuerte multa y después de unos trámites en los que seguramente intervino mi familia, me dejaron salir en libertad.

Lo primero que hice, al gozar de ella, fue dirigirme al lenocinio donde se hallaba Elena. No quiero contar el resultado de mi entrevista. Lo dejo al criterio del lector. Debí regresar al norte con el pasaje costeado por el placer del escribano, del alcalde, de la prudente sociedad intelectual de la provincia que dejaba a mis espaldas. Poco me costó reconciliar a mi familia, con lo que ella se empeñaba en considerar como locura de juventud sin importancia; escribí en los periódicos, dirigí homilías al placer, me descosí como un guante viejo y asomé los dedos por la abertura. Vedlos. Ahora se agitan con elocuencia en todos los lugares honrados de esta sociedad que continúa apadrinando jóvenes ociosos, vendiendo sus, mujeres a la mierda y combinando sus colores de dolor en las ruletas. ¡Viva la sociedad!

 

De Bouldroud, 1942