CHANCHO BURGUÉS

Servido los primeros platos de aquella copiosa comida, yo me decía: hete aquí, ahora viene el veneno. Alguien, al salir de mi habitación, situada en uno de los pisos más altos del hotel, me había advertido que en ese almuerzo se trataría de envenenarme. Enemigos ocultos y violentos, como me lo anunciara tiempo atrás un horóscopo de organillo, tratarían de desembarazarse de mi antipática presencia. Las razones, por lo demás, estaban va proporcionadas por ese inhóspito clima de vesania, en donde, como en un amnios pavoroso, se hundía aquella gente. Agreguemos a esto, las múltiples demandas de dinero que se me había hecho para subvencionar empresas de inverosímil filantropía y a las cuales yo me había negado con testarudez. Confiados ellos, mis enemigos, en la abundancia de mi bolsa, trataban de esquilmarme con frecuentes peticiones. Pero estaban engañados. No tenía un céntimo dispuesto para esa clase de donativos y además no quería ayudar a nadie, ni siquiera con un consejo. Eso, más que nada, influyó seguramente en la fatal determinación de esos bandidos piadosos, haciéndoles pensar en el crimen, como en un medio mucho más eficaz de poder robarme. Al percatarse de mi ningún sentido de la caridad cristiana, o como se la llame, invocaron, al principio, toda suerte de recursos exhaustivos, como el chantaje sentimental, el recuerdo de una madre envejecida y cariñosa, etc., y como se dieran cuenta de la ineficacia de estos métodos, desecharon todo escrúpulo, y, según me avisaron oportunamente, se dieron a imaginar el cruel procedimiento de acortar mis días.

Ya el primer día que residí en el hotel, recibí la visita de una joven, la misma que después continuó asediándome y que, por fin, sin duda alguna, obedeciendo órdenes superiores, me dio a conocer el peligro que corría. Esa joven entró a mi cuarto sin avisar su entrada. Yo estaba aún acostado. Al querer, como se supone, bastante asombrado por tan inusitada intromisión; interrogarle a qué obedecía su presencia en mi cuarto, ella protestó, apagando el sonido de mi voz.

- No es necesario que entre en circunloquios, señor, para explicarle a Ud. a qué vengo. Me envía la Sociedad Científica de la Montaña.

- No sé qué sociedad es esa, repuse, y además podía haber esperado un momento más oportuno para hablarme.

- ¿Para qué? En esa pregunta se apoyaba todo su ser orgulloso. Una sociedad de beneficencia trabaja siempre en el secreto...

- No creo que una alcoba en todo caso...

- Sí, me dijo, una alcoba es siempre un lugar propicio para tratar ciertos asuntos con un hombre como Ud. No es que quiera entusiasmarlo con mis encantos. Pero si quiere una retribución, por muy pesada que sea esta...

E hizo un ademán impúdico con el cuerpo. Este gesto resultaba aún más penoso que en cualquiera prostituta, por la falta de coordinación espiritual de su impulso, por el asco que a duras penas soportaban los temblores de sus miembros. Horrible sentimiento dual que me hizo conocer entonces, en toda su magnífica miseria, esa hoguera de poderes ocultos que constituye la savia central de un cuerpo de mujer.

- No tomo, ni doy, me defendí. Mi voz se hacía transparente, sin embargo; apenas servía para tapar la incandescencia glandular de mi deseo. La menor circunstancia me habría impelido, lo declaro, cometer un desacierto, tanto más fatal cuanto que, no sólo mi bolsa y mi propia dignidad me lo impedían, sino también la extraña dolencia que minaba mi organismo. Ella debió comprender ese instante de suprema debilidad en que estuve oscilando, pues, aprovechándose de ella, se quiso meter en mi cama. Me separé violentamente:

- ¿Qué sociedad es esa?

- Ninguna sociedad, candoroso mío; ninguna sociedad... Entre tú y yo no existe ninguna sociedad…

Al ver que yo permanecía impertérrito, cambió de actitud. Asumió la más horrible, o sea, la que yo mismo en esos momentos trataba de asumir, la actitud de la dignidad herida.

- La sociedad quiere dinero, me dijo, porque necesita maquinarias.

- ¿Para qué?

- Los fines secretos de la sociedad me lo impiden revelar, objetó.

- No tengo un céntimo y aunque lo tuviera...

Me erguí en el lecho enfurecido.

- Ud. verá, comentó la joven, retirándose.

Durante esa semana repitió ordinariamente su matinal visita, llegando su impudencia hasta el extremo de insultarme.

- Hombre egoísta, me decía, canalla, malvado. Eres como los puercos, un ser sin horizontes.

Ofendido por lo que, aún, consideraba un desacato, siempre imbuido del orgullo que me prestaba mi prestigio comercial, quise enojarme, pero ella no me dio tiempo. Se alejó apresuradamente por una de las avenidas laterales del jardín.

Cuando presenté mis quejas al dueño del hotel, éste se disculpó diciéndome que él no tenía ningún poder para impedir la entrada a esa gente en su casa. Según supe después, el muy canalla, trabajaba en combinación con la benéfica sociedad.

- Pero es que pueden asesinarme, protesté, y en ese caso Ud. será tan culpable como ellos.

Al poco rato recibí mi cuenta detallada. Habían hecho una rebaja del diez por ciento del total. Intrigado, pregunte a qué se debía ese inesperado favor El empleado me respondió, enigmáticamente:

- Es el coeficiente de peligro que la casa abona en favor del cliente cada vez que éste se ve amenazado por la sociedad.

Esto colmaba toda medida. Bajé rápidamente al escritorio y, sin reflexionar en lo que hacía, interpelé al oficinista:

- Dígame dónde está ese hotelero de todos los diablos. ¿Por qué me molestan en esta forma? ¿Que acaso ignoran que estoy enfermo?

- Caí sin aliento en un sillón. La ira, la enfermedad, me sofocaba. Mis gritos de cólera me rodearon muy pronto de curioso publico. Entre la gente que acudió, tratando sin duda de aplacarme, se hallaba la maldita visitante de todas las mañanas. La muy desvergonzada llegó en su impudicia hasta atreverse a ofrecerme un vaso de agua. Sobre el espejo de la superficie se veía una mancha amarilla como de aceite. Lo rechacé con repugnancia y, poniendo por testigo a toda esa gente, pedí que se analizara químicamente el contenido de, ese vaso. La gente se sonreía compasiva. Un señor de cierta edad me tomó el pulso y me declaró febril. A pesar de todos los esfuerzos que opuse, me trasladaron, quieras que no, a mi cuarto y, entre todos, me desnudaron y, colocándome una masa de hielo encima me dejaron en la penumbra, en soliloquio con mis temores.

- Pero esto es el colmo, me decía. Esta gente se ha propuesto acabar con mi vida.

No sé cuánto rato duró mi sueño. Debió ser éste agitado y lleno de espantosas pesadillas, porque desperté transpirando y aún más desasosegado que antes. En el umbral se hallaba la joven, sonriéndome: Es el rostro que aparece ante la imaginación de los condenados cuando toda esperanza está perdida, pensé, y haciendo un gran esfuerzo de voluntad traté también de sonreírle. Fue entonces cuando me hizo la fatal advertencia de muerte a que me he referido más arriba.

- Vas a morir, endemoniado puerco, me dijo. Vas a morir envenenado. El que come como un bruto, sin cuidarse de los demás, encerrado en el sadismo de su voracidad miserable, encontrará un castigo en las golosinas que tanto le placen.

- Estoy enfermo, repliqué, mis pulmones, están débiles, necesito comer bastante para reponerme.

Era extraño. Jamás había pensado en esas odiosas pruebas de mi decadencia física. Mis pulmones ya casi no trabajaban. El aire qué respiraba estaba viciado y tenía la convicción íntima de que moriría, como un pez fuera del agua, totalmente asfixiado. Aunque mi aspecto no denunciase ningún cambio notable, y mi complexión aparente fuera sólida y robusta, yo sabía que estaba condenado a muerte. Por eso trataba de llenar mi estómago hasta quedar ahíto. Tenía miedo de morir y mis lágrimas corrían por la superficie oblonga de mi vientre repleto, como la esperma por los costados de un cirio votivo, acumulándose en repugnantes repliegues de cebo.

- Vas a, morir, puerco del infierno, repetíame la cruel. Vas a reventar como un globo cautivo...

Con un movimiento convulso de las manos atrapé los edredones y me cubrí los ojos. Algodonada su voz, a través de la muralla de franela, seguía repitiendo su vesánico estribillo.

- Vas a morir, puerco, vas a morir envenenado.

- Basta, grité al final, basta.

Las lágrimas corrían embadurnándome las barbas. Mis intestinos, por otra parte, se retorcían desesperadamente. Tenía necesidad de estar solo, de sentir ese aire caliente de la cama sobre mi rostro, de sentirlo vaporoso y continuo, sin la malévola interrupción de sus crueles amenazas, para convencerme de la existencia de mi vientre, de mis pulmones condenados a la asfixia; quería sentirme vivo, en fin; pero ella me impedía ese espontáneo consuelo. El rumor obstinado de una de mis tripas (a menudo sufría de gastralgias) la hizo reír con más crueldad aún que antes.

- Sí, al placer de la asimilación el otro placer.

- Basta, le repliqué.

Estaba tan desesperado, que en esos momentos habría abdicado a esa fortuna tan penosamente adquirida y que ahora se convertía en el motivo capital de mis temores.

- Basta, repetía, basta.

Entonces ella, acaso compadecida de mi excitado, se retiró.

Metí la cabeza debajo de las sábanas y examiné a grandes rasgos mi vida presente y pasada. No tenía ninguna esperanza, ya, de restaurar una felicidad para siempre perdida. Ahora, esta sensación turbia, esta formación oleaginosa que flota sobre los líquidos mantenidos durante mucho tiempo a la intemperie. Recordaba, y usaba de ese recurso conmemorativo nada más que para pedir a la memoria un instrumento de interpretación física, recordaba, repito, una gran olla de caldo que vi una vez, expuesta a los rayos solares, en el comedor desierto de un hospicio. Largos y tibios fideos de harina flotaban sobre la espumeante superficie de ese caldo atroz. Amibas extrañas, delirantes creaciones de una mente deglutiva, los fideos corrían en todo sentido. Canoas automóviles de harina, ellos desempeñaban acaso el primer estadio de la fantástica regata del hambre. Los pobres metían sus manos ávidas en el humor grasoso y las retiraban goteantes, llevándolas a sus bocas engreídas. Tal era mi estado de ánimo: una olla de grasa sólida donde los pobres, toda clase de mendigos de aquelarre, podrían meter sus manos. Me erguí en la soledad del cuarto y después de prometerme valor bajé nueva mente a la oficina.

El empleado, cuando me vio, quiso tocar el timbre. Sin duda se temía otro exabrupto. Lo tranquilicé con un ademán y le hice ver que deseaba permanecer en el hotel el resto de la temporada.

- A pesar de todo, le dije.

El empleado me miró sorprendido. Se inclinó sobre el hombro de una de las mecanógrafas que trabajaban allí. Debieron comentar risueñamente mi nuevo pedido, porque sus risas me alcanzaron hasta el vestíbulo. Hice lo posible por aparentar indiferencia y me senté a la mesa. Los platos desfilaban ante mis ojos sin que yo poseyese el valor siquiera de examinarlos. Varias veces el muchacho que me atendía intentó preguntarme algo; pero, sin duda alguna, obedeciendo a una consigna, se retiraba silencioso con los platos intactos.

- Lucha entre el deber, y la piedad, me decía.

La sola constatación de estas dudas en un corazón de lacayo como el suyo, acaso a sueldo de mis enemigos, me prestó ciertas fuerzas. No contaban, pensé, con la inclinación tan natural en los humanos de asistirse mutuamente, con esa solidaridad que se establece entre dos hombres por la simple coincidencia de pensamientos que origina el ser esclavo de los mismos vicios. Un simple guiño nos había bastado para reconocernos alcohólicos y glotones, miembros de la cofradía drolática del tonel y de la gula, y ese guiño me ponía a salvo, por lo menos, durante unos días de cualquier atentado de parte de mis enemigos.

Mucho más alegre de lo que hubiera sido posible un momento antes, me levanté de la mesa. Experimentaba una extraña y agradable sensación de ingravidez en la columna vertebral. Grandes afluentes de un río misterioso corrían por mi espalda, descendiendo en finos deltas de vibración nerviosa. Este descenso lo comparé inmediatamente al descenso del mercurio en el país numérico del termómetro. Sensación de inexplicable origen, loca asociación de ideas, que, sin embargo, no obstante su inexplicable origen me hacían estremecer de gozo. Al llegar a mi cuarto, me estremecí involuntariamente. Junto al lecho, y como dispuesta a proseguir sus agrias reconvenciones, se encontraba la maligna joven, mensajera de esa maldita sociedad. Me lancé a un sillón para aquietar los nervios. Después de mirarme en silencio largo rato, más largo de lo que se habría permitido cualquier otro visitante, y rompiendo finalmente ese silencio con irónica voz, me alargó un talonario de cheques.

Firme ahí, querido amigo, me dijo, con eso quedará todo arreglado y Ud. definitivamente libre.

- Soy libre, protesté.

Sin embargo tomé el libreto de sus manos y leí la suma apuntada en él. Era enorme, tan enorme, que si llegaba a deshacerme de ella podría considerarme totalmente arruinado.

- No puedo firmar eso.

- ¿No puedes, puerco?

- No puedo, balbuceé.

- Eso es mentira, arguyó la endemoniada, eres tan puerco como avaro...

Por un momento recuperé cierta energía y creí poder escapar al dominio ejercido en el territorio de mi harto enflaquecida voluntad por sus palabras y por el audaz desplante de sus insultos.

 - ¿Quién eres tú, bribona, grité, para obligarme a darte mi fortuna ?

Unos cuantos paseos me cercioraron de la inutilidad de mes palabras. Entonces, para hacerla marchar de mi cuarto, escogí un tono más novelesco.

- Salga Ud. de aquí o llamaré a la policía.

- Puerco.

- Sí, eso soy yo, un puerco infernal, agitado en la charca de mis propios hedores, hundido en la trama viciosa de mis propios deseos, sin que nada, ni siquiera el último resplandor de una voluntad desfalleciente me comunique un hábito humano, un gesto espiritual. Amo la curva lunar de mi vientre lleno, la saliva que brota de mi boca pastosa, el olor a cabello de mis ingles, de mis manos, de mis pies...

El estado febril de mi enfermedad, el auto desprecio despertado por los insultos de esa joven, el automatismo mental a que estaba habituada mi inteligencia, todo eso me presionó de tal forma que creí por instantes morir. Una inmensa furia sexual me invadió, una furia tan inmensa que durante algunos minutos desvarié como un poseso, llegando a considerarme a mí mismo un verdadero cerdo refocilándose en el barro de su yacija demencial. Salté de la cama completamente desnudo y comencé a osar en las alfombras. Recuerdo haber hundido mi hocico en las hendiduras del piso, haber resoplado y gruñido como un animal durante un tiempo indeterminado que después, ya vuelto del acceso, me pareció inauditamente largo. Cansado corno una bestia, me lancé a la cama y estrujé las sábanas. El sudor me emblanquecía, contribuyendo a animalizarme.

Recordé el feroz egoísmo de mi vida. Ni una madre, ni una mujer, ni un amigo. Nada, nada, nada. Puros afanes, sudores congestionados y dinero, dinero. Nada, ni siquiera un atardecer tranquilo. ¿Amor? Tampoco. Al hacer este recuento espiritual me di cuenta que la imagen que guardaba mayor concordancia con mis recuerdos era un túnel, un túnel como un cálido intestino repleto de vapores, de exhalaciones somáticas. La mujer, el amor, bien pueden identificarse estos dos términos, habían estado ausente de ese túnel solitario... LA MUJER ENGENDRA HÁBITOS DE LIMPIEZA; meditaba, DE LIMPIEZA ESPIRITUAL, pensaba.. Y mientras me deshacía en lágrimas, me quedé dormido.

Soñé que estaba en un salón profusamente iluminado. El ambiente cristalino de esa habitación rebalsaba hacia los espejos por donde se filtraba al exterior de ese mundo imaginario, sin que pudiese darme cuenta, en realidad, de lo que había más allá de sus fronteras de cristal. Esos espejos, como si nuestro mundo hubiera pertenecido a una naturaleza de vampiros, devolvían las imágenes sin reproducirlas. Creo haber experimentado un gran disgusto al constatarlo. Entonces se me ocurrió que esos espejos eran luces de memoria prendidos allí por orden de algún genio encargado de mortificarme. Después de todo, ¿qué mejor representación para esa cabellera en eterna caída que es la memoria deslumbrante en medio de los contornos sombríos de la inteligencia? Blanca, blanca, ella baja por una espalda de ébano hasta un trasero también de ébano sin que sus ríos individuales se confundan jamás con el desierto negro por donde se desenvuelven.

Varios hombres estábamos reunidos allí en torno a una mesa cargada de manjares. Sabíamos que las delicias de ese fantástico banquete las debíamos a la bondad de un anfitrión desconocido; y, que, al hacerle los honores, no sólo realizaríamos un cotidiano rito de la higiene corporal, sino que al devorarlas concienzuda y laboriosamente cumpliríamos con un deber de huéspedes agradecidos y educados.

Nuestras lenguas lamían, pues, aquellos platos y mientras más se ejercía nuestra voracidad más lamentábamos la exigua proporción de nuestras barrigas. El sudar y las mucosidades segregadas por esa gazuza homérica, no me privaban del goce inmenso de chupar, morder y lamer. Resoplaba, lamía y lanzaba miradas de reojo a mis vecinos temerosos de verme de un momento a otro despojado.

- Es un puerco, dijo alguien.

- Es un puerco, repitieron más allá.

Y todos, de consuno, se abalanzaron sobre mí.

Uno de ellos, un caballero metido en carnes y orondo como una coliflor, que tenía aires de juez de paz de condado inglés, intervino para hacer justicia.

- Es necesario castigar su atrevimiento. Pero no antes de juzgarlo.

Constituido el espantable jurado se decidió mi suerte al naipe. Había quienes propusieron desollarme vivo y hacer de mi piel un estandarte, otros, más humanitarios, que se contentaban con verme morir solamente; otros, por fin, que proponían arrancarme los ojos y freírlos en aceite. No puedo enumerar la larga serie de suplicios propuestos.

- Esto es inhumano, gritaba yo.

- No eres hombre, respondíanme, eres cerdo Como a tal te trataremos.

- Soy hombre, gritaba, sollozando.

- Pruébalo.

Alguien, entonces, propuso el ingenioso expediente de patearme el vientre. Se rieron con la boca llena y comenzaron la feroz tarea.

Me desprendí, como pude, de mis verdugos y me dirigí tambaleando hacia un espejo. En la lámina resplandeciente apareció entonces la figura innoble y asquerosa de un libidinoso cerdo. Di un grito y caí de espaldas.

- Ya ves tú, miserable, comentó la joven cuando estuve despierto del todo, ya ves tú... No podrás dormir en paz.

Me di vuelta hacia la pared para no verla. Las lágrimas corrían de mis ojos lentamente. Algunas veces, muy pocas, experimentaba esa graciosa convicción de tener alas. Ahora mismo estaba alígero. Importándome muy poco los insultos que ella me dirigía, me sentía encendido de resignación. No creáis que aquello lo encontraba en un placer; era el dolor el que me reservaba siempre ese consuelo. Hay que hundirse en la bestialidad para comprender por medio de ese proceso contradictorio el significado de lo espiritual, Ya no me importaban sus insultos. Bajé más tarde al jardín y corrí como un demente o como un ángel. Estaba feliz y como vuelto a nacer. El paisaje, impregnado de ternura, parecía acariciarme. Jamás había visto al mundo tan de acuerdo con mi alma. El grito musical de un afilador que pasaba cerca me llenó de felicidad.

Cuando regresé de mi paseo el propietario del hotel salió a mi encuentro.

- Según he sabido, me dijo, su conciencia está por fin totalmente descargada.

- ¿Conciencia?, me sonreí inteligentemente, ¿qué es eso?

- Bueno, ya sé que Ud. no es ningún tonto... me refiero a la cuestión de la dádiva...

- ¿De la dádiva? ¿De qué dádiva?

- La dádiva que Ud. acaba de hacer anoche a la Sociedad Científica de la Montaña y a la cual yo también tengo el alto honor de pertenecer...

Un frío de espanto corrió por mi sangre. Entonces, ¿sería verdad? ¿Es que a mí también, como al tirano Polícrates, se me ha exigido una conjuración contra el destino? Involuntariamente recordé la inmensa suma apuntada en el libreto de cheques. Si lo he firmado estoy perdido, reflexioné, completamente perdido. ¿Qué conjuración es esta, continué pensando, que me obliga a despojarme de toda mi fortuna? ¡Ah! Si sencillamente se me hubiera exigido el abandono de una simple sortija. Con comer pescado bastaba... Pero no había nada de eso. Y ahora estaba perdido. COMPLETAMENTE PERDIDO.

 

De Bouldroud, 1942