LA MODA EN LOS TRÓPICOS

Y entonces, el estudiante negro de Panamá, haciendo una de sus muecas y bebiendo una taza de té, comenzó a hablarme de esas zonas desiertas que uno descubre, a menudo, en los países de más arriba, después de haber franqueado la última puerta de escape de la selva, y que se extienden, a la manera de los desiertos, ante los ojos del cazador de serpientes que ha tendido el lazo entre las lianas favorables a esta operación, atolondrado por el grito del pájaro que le augura un peligro, y para el cual el último cartucho de su fusil toma una línea curva, al atravesar el horizonte, semejante al morral que cuelga a su espalda, asegurando la caída de la noche por medio de gotas de sangre que se escapan de la herida que ostenta a modo de trofeo, sobre su frente.

Mientras mi amigo insistía en enumerar los encantos de aquellas regiones, donde la libertad de los pájaro bate en pleno, pasando a describir los grandes cementerios de pájaros-lira, construidos a vuelo de pájaro sobre parapetos de arenisca, de un modo tan especial, a lo Yves Tanguy, que se supondría que un hada iniciada en ciertos juegos macabros hubiese satisfecho de un solo golpe de varilla el último de los tres deseos concedidos a un niño delirante sumido a altas horas de la noche en sus textos de Ornitología, mi pensamiento comenzó a dar vueltas alrededor de lo que llamamos vida y muerte, en la forma más aproximada posible, y con ojos fundidos ya en la caída de la noche, constaté a través de la ventana que Mrs. Kennington, mi vecina, había corrido las persianas y supuse entonces que la hora de cenar se aproximaba.

-Usted parece distraerse- replicó mi amigo.

-En efecto -respondí-, ¡y perdón! Cuando usted hacía sonar las palabras “serpiente-cascabel” mi imaginación se hallaba lejos de aquí. Pensé que estaríamos habitando la planta baja de un gran edificio, en cuyos pisos superiores una asamblea de sabios discutía las últimas posibilidades de la bomba atómica. Entonces, veía que de pronto una multitud de leprosos trataba de abrirse paso entre los paseantes de allá abajo, logrando al fin llegar hasta las puertas de este edificio, la cual los rechazaba, pues ellos nada entendían con respecto a estas puertas de giro automático, que sirven para descongestionar las multitudes que tratan de entrar a un banco.

Yo veía manchas de un color amarillento aparecer en las frentes de los leprosos, como las que ostentan algunos sobrevivientes de Bikini. Repentinamente esas manchas desaparecían, y donde había habido llagas aparecían rostros hermosos.  Pero, con la rapidez del rayo, volvía todo a su estado primitivo. Más tarde, los sabios arrojaron algunos huesos desde sus ventanas, los que produjeron un ruido molesto al chocar contra el pavimento.

De pronto, mi charla fue interrumpida por la luz que vino desde el balcón de Mrs. Kennington, cuando ella alzó la persiana. Con un gesto amable pero mesurado, a la inglesa, ella nos dirigió un saludo, dando a entender un sentimiento de aprobación a nuestra charla que se desplegaba en aquellos momentos en pleno balcón, el cual parecía suspendido por una red de niebla que comenzaba a descender a través de la calle que se erizaba al contacto de esa luz recíproca, a través de cuyas redes -pensé nuevamente- unos ojos azules llegan a ser más bellos, si se los observa con detenimiento, al lanzar su resplandor de primer agua de la turquesa que salta del fondo de la mina, recordándome la graciosa mirada de la liebre que huye a una velocidad inaudita, alerta pero alisando ya el pelaje de flecha imantada, en medio del paisaje que se abre, de pronto, como un tonel que explota en porciones iguales hacia el arco iris cargado de norte.

Ser bello -medité-, ser que recorres la ciudad a estas horas, tú sabes que yo te amo, pero mi encierro aquí me impide averiguar tu nombre. ¿Quién eres?  Yo confío otra vez en el azar, ese común aliado, la última esperanza que se desenvuelve como esa, cinta mágica que va a unir el pico de los palomos con los besos que los esperan en el borde de las copas, en forma desmesurada, sí, pero él me ligará de una vez por todas al misterio y sus circunstancias, y he aquí que, como un ciego que pierde su muleta al borde del abismo, mientras la muleta va montaña abajo, yo espero todavía el aletazo del ave dorada de esas regiones tabú, que terminará por unirme a ti, de un soplo de sus plumas incandescentes que me muestran la direcciones del viento. Pegados el uno al otro, como la mañana a la noche, apretados en un solo bouquet, abriendo y cerrándose sobre estos campos envilecidos y descorriendo una cortina admirable de papagayos en doble bandada.

No bien había puesto fin a estos pensamientos, cuando Mrs. Kennington puso término a sus amables frases, por medio de las cuales nos invitó a cenar.

Henos aquí en el pequeño salón Luis XVI de nuestra amiga. Estos sillones, cuyas patas guillotinadas escapando un poco del estilo presentan un aspecto amenazador, si nos detenemos a pensar que del corazón humano salen a cada instante señales macabras, indicándonos burlonamente que terminaremos mal, allá abajo tal vez, en las prisiones levantadas por los propios hombres ensañados en sus convicciones políticas que variaron, acomodándose a campanada que acaban de hacer sonar esos jefes, donde nuestras cabezas que miran el horizonte que se pierde de vista, confundido a la sanguinolenta estrella del amor, valen apenas unas monedas, todas ellas acuñadas en un laboratorio mágico, cuyas cúpulas ostentan el perfil del divino Marqués, evaporándose contra el duro forro de la noche que ahora nos envuelve, levantando sus chimeneas en forma de alambique por donde se escurre el torrente de petróleo negro que nos liga a la palabra Libertad y al hilo de leche que nos ata a la vida, sin perder un cabello, pero estirando el cuello sobre un bouquet de pólvora.

Estas sillas, arrancadas al corazón del lingue, se mantienen en el aire por sí solas, y el corazón del pájaro no es mas listo al responder a la adivinanza que me asegura el principio y el fin de la aurora boreal con cabeza de Medusa. Esta mesa -toda patas de leones-grifos- me hace cerrar los ojos una vez más, pero una señal de Mrs. Kennington nos pone a boca de jarro frente a un plato de legumbres.

El panameño prosigue su relato, a cuerpo de rey, pues nuestra amiga -que como una vieja hechicera ha tirado al fondo del horno de la chimenea un trozo de carbón, padrino del diamante que nacerá dentro de mil años- ha venido a escucharle atentamente, en el espacio de tiempo que le permite la respiración de su fogata.  Ella da a entender que la cocinera ha caído en cama hace un instante agobiada por un mal insólito, apareciendo en la frente de la desgraciada algunas manchas amarillentas, las que desaparecen por espacios breves, para volver a hacerse presente con más acicate aún.

Yo disimulo la sorpresa al constatar los poderes proféticos de mi reciente alucinación, clavando la mirada en mi plato de perdices al aceite. Mi amigo sonríe, pero rechaza este guisado como un judío una presa de cerdo, disculpándose al explicarnos que su jugo gástrico es demasiado débil.

El incidente de la cocinera y de las perdices fue olvidado a corto plazo.

-Existen grandes desiertos -dijo el negro, aprovechando que Mrs. Kennington estaba de nuevo entre nosotros-, grandes desiertos putrefactos bajo los cielos tropicales.

Y rindió cuenta exacta de algunos animales fosilizados que allí yacen, desde el murciélago hasta el jabalí:

-Ahí están los restos de pueblos sedentarios desaparecidos y bajo el silencio completo que rodea a los fósiles, algunas ventanas todavía se mantienen en sus puestos, dando paso a las estrellas que entran y salen, sujetas al encantamiento que las hace oscilar sobre la copa de las acacias, peinadas a pura tempestad, pero firmes como un castillo corrompido por la grandeza de sus ruinas, contra ese horizonte loco. Una llama comienza a crepitar, entonces, y los esqueletos de los reptiles que se arrastraron hace dos mil años, brillan a la pasada de la luna entre las hamacas de mosquitos sorprendidos, en su último vuelo de reconocimiento por las avalanchas de plumas de cuervos que vinieron con los días de destrucción, de un extremo al otro de estos parajes, arrastrando en su seno una gota de sangre al último peldaño de la escala animal.

-Esos lechos de amapolas carnívoras, reducidos hoy a peluche, respiran aún el aire descompuesto y, según reza la leyenda, una mujer desnuda, ostentando sus aretes de pitón, baja de noche a vigilar las trampas tendidas por sus propias manos, en los hacinamientos de calabazas salvajes. Su cabello de bambú parece arder, dicen, bajo las estrellas que se desprenden del pelaje incandescente de la noche.

-Esa mujer -agregó- es la Siva de la Jungla, estrangulando con sus innumerables senos a los exploradores entre los sicomoros que abren sus abanicos calcinados al ras de los pantanos. Diosa totémica, toda Douanier Rousseau, guiando a los niños buscadores de huevos de ñandú, para devorarlos sin piedad. Diosa desnuda, armada hasta los dientes, ¡alerta con sus pestañas petrificadas de lanzallamas! ¡Alerta! ...

Se asistía en aquellos momentos, a una descripción muy cruel arrancada a la noche, dardeando el tornasol de mil facetas de diamante contra las primeras señales de todo retoño primaveral, que se ha apresurado allá abajo, en el fondo de esos desiertos negros, mostrando al retirarse aquel fantasma -las frágiles pisadas del pequeño zapato de cristal de una niña imprudente con alta roseta de nieve, de topacio que tira al índigo, y el tacón en forma de grillo al que se le han arrancado las patas delanteras.

La descripción de las piedras vomitadas por el volcán de ese lugar, tuvo una importancia relativa en aquel rendez-vous caníbal. Las plantas -en su mayoría cactus- atrajeron nuevamente nuestra atención.  Plantas realizadas al zinc, pegadas al lomo de los muros, apuntando hacía el norte sus espinas imantadas por demasiados sueños ultrapolares, ostentando trágicamente una gota de secreción blanca que asoma por una de sus heridas abiertas en forma de fecha donde el año no se ha precisado.

Fue la proximidad imaginaria de esas plantas cicatrizando lentamente sus llagas, lo que me trajo a la memoria los viajes de una amiga a la Isla de Pascua, y el contacto directo que ella había experimentado con los indígenas de aquellas costas.  Mentí, entonces, al apropiarme -delante de aquellas gentes del magnífico encuentro de mi amiga con la Reina Verónica, la reina de los pascuenses. Y agregué -con el tono convencional que me proporcionaba el vértigo de aquella falta a la verdad- que una anciana, ex caníbal, me narraba en el interior de su gruta, los recuerdos de su primer banquete de carne humana, a los doce años. La víctima, un médico holandés, habría caído allí en la fecha precisa de alguna celebración o de algún aniversario.

-Y esas tribus -continué- ya están extinguidas, con sus jefes de largas orejas colgando sobre sus hombros.  Tribus cuyos penachos de chonta se estremecieron al paso de los grandes aires de la isla... Esas orejas cruzadas sobre la nuca, permitiendo así el perfecto transporte de las piezas de la caza sobre las clavículas indianas, habituadas tanto a los grandes pesos como al placer de los días de abundancia, allí al fondo de las chozas, donde el amor se mezcló en la fabricación de los más fascinantes objetos simulando pequeños dioses con cabeza de pájaro y sexos multicolores dispuestos a ahuyentar los espíritus del mal, legando a generaciones posteriores el rito y la magia de la gran águila sexual, que batió sus alas en la boca del volcán más alto de la comarca, donde hierve la lava mezclada a la cáscara de sus huevos, que esperan el calor de un cataclismo para hacer surgir el picotazo de sus nuevas crías.

Mrs. Kennington recordaba haber visto seres semejantes en viejas litografías publicadas por el "Magasín Pittoresque", uno de los más subyugantes semanarios del siglo pasado. Ella se refirió a los párrafos que aparecían al pie de los dibujos mencionados, los cuales revelaban con relativa precisión la operación a que habrían sido sometidos los bebés de esa tribu, para lograr la notable dimensión de las orejas, distintivo de la belleza y quizá de alguna tradición cuyos orígenes nadie conoce.

Niños, aún buscando el seno de la madre, inclinando la cabeza a consecuencia del lastre atado a sus tiernas orejas, trepando hasta el chorro de leche una y mil veces, a perderse de vista.

*          *          *

La noche era bella.  Yo la sentía apretarse contra la tierra, apretarse contra nosotros, contra esos muebles dorados, y parecía que otros seres, totalmente transparentes, hubiesen entrado a la habitación, sin haber sido anunciados. Esta sensación fue común. Y todos prestamos atención a lo que ellos podrían comunicarnos. Sentimos pronto el rayo de su mirada parándose frente a nuestros ojos, y permanecimos silenciosos durante un largo instante.

La comodidad de aquel lugar, la buena comida y la charla de mi amigo, despertaron en mí una necesidad irresistible de respirar el aire puro de la ventana.

Al descorrer la persiana, torcí automáticamente la cabeza hacia el balcón de mis habitaciones, allá enfrente, y una terrible ansiedad hizo presa de mí. Me pareció verme acodado en mi baranda, fumando mi cigarrillo turco, del que se escapa un hílo de humo casi invisible, ofreciendo a la araña que ejercitaba sus patas en mi nuca, subirla a la luna. De pronto advertí que, una tercera mano aparecía en aquel balcón. No era, por supuesto, una de las mías, pues su palidez de planeta que se apagó hace un millón de años y cuya luz recién cae a la tierra, me iluminaba el rostro, como una linterna de acetileno ilumina una mina llena de grisú. Entonces supe que un ser bello se encontraba a mis espaldas, para custodiarme o arrojarme al pavimento, donde hace un instante yo habla visto caer huesos humanos sobre un grupo de leprosos. No lo sabía. Un sentimiento de miseria me estrujó el corazón, pero aún en medio de esos terribles sueños creía sentirme feliz.

Me volví hacia Mrs. Kennington, ensalcé sus perdices, saludé y salí.

Me sentía realmente bien, como un huevo en su cáscara.

 
De Actas Surrealistas, de Braulio Arenas, editadas por Editorial Nascimento en 1974.