TEOFILO CID SOY LEYENDA Luis G. de Mussy Roa |
1950-1964
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Ella es su mar
la voluntad Teófilo Cid, “La línea recta” |
Los últimos catorce años de Cid están marcados por una serie de acontecimientos
que configuran -en un breve espacio de tiempo- la transición entre planteamientos
estéticos distintos con los que había comulgado en su juventud y la decisión
estoica e intransigente de suicidarse en vida: a través del alcohol. Esta
transición la hemos situado aproximadamente en 1950. En está época inicia
la puesta en práctica de una "nueva conciencia poética"; en sus propias palabras,
del "realismo mágico". Atrás quedaba el surrealismo y sus teorizaciones. La
muerte de Jorge Cáceres a la edad de 26 años en septiembre de 1949 significó
para Cid una pérdida irreparable. Marcó el desmembramiento del grupo surrealista
nacional, como llegó a afirmar en la crónica titulada "La queja de la Mandrágora".
Desde 1950 en adelante, nos encontramos con un escritor que desarrolló una
línea de escritura diametralmente distinta a la de sus inicios. Por lo tanto,
en estricto rigor, tendríamos que hablar de Cid no sólo como un escritor surrealista,
como ha sido comúnmente establecido. Es necesario, asimismo, delinear adecuadamente
su vertiente, menos explorada en su escritura, que es precisamente, la del
"realismo mágico".
Su trabajo como cronista fue expuesto en los diarios La Hora y La
Nación. Entre 1952 y 1958, durante la segunda presidencia de Carlos Ibáñez
del Campo, llegó a ocupar en este último periódico el puesto de jefe de redacción.
Su producción en este género fue vasta, fluida, rica, alcanzando alrededor
de unas 700 a 800 crónicas. Escritas con una regularidad casi semanal durante
catorce años, éstas permiten estudiar con más propiedad y profundidad la vida
y el pensamiento del escritor[1]. En ellas podemos percibir su particular
visión del mundo, de sus amistades, de cantantes, de escritores, actrices
y sobre diferentes tipos de seres humanos. Por cierto, de la ciudad y sus
enclaves bohemios y culinarios. Escribió sobre los más variados temas y situaciones.
Sobre cine, música, política, sobre el placer de la lectura, sobre el matrimonio,
la noche, sobre el alcohol, el suicidio y la pobreza. Reiteradas son, además,
las alusiones a poetas, periodistas, pintores, novelistas o dramaturgos chilenos.
También lo hizo sobre escritores, especialmente, los franceses y rusos del
siglo XIX y XX, entre ellos, Julio Verne, Jean Jacques Rousseau, Honoré Balzac,
Alejandro Dumas, Marcel Proust, André Gide, Tolstoi y Gorka por nombrar sólo
algunos. Los artículos en su mayoría, sino todos, los escribía en las oficinas
de redacción del mismo diario La Nación. Y, lo que constituía una permanente
molestía para los linotipistas, los redactaba a mano, a última hora, después
de haber salido a comer y a beber con artistas o poetas dificultando y retardando
el cierre de la edición durante las primeras horas de la mañana. Estas anécdotas
nos permiten entender con más propiedad la naturaleza de las crónicas, los
temas abordados, el lenguaje empleado y la manera de enfocarlos. Permite aventurar
que es en ellas donde Cid logra expresarse con más convicción y mayor libertad[2].
Si tuvieramos que fijar el comienzo de la época de cronista de Cid podríamos
ubicar la primera el domingo 25 de enero de 1948, escrita a propósito de la
muerte en el balneario de Cartagena de su maestro y amigo, Vicente Huidobro.
Titulada "En torno a Vicente Huidobro", fue publicada en La Hora. La
frecuencia requerida por las crónicas para la prensa le exigía mantenerse
creativo y literariamente en constante renovación, tanto por los temas que
trataba como por la forma y contenido de sus colaboraciones. El "periodismo
literario", como lo denominó Cid en una ocasión, se constituyó, por ende,
en la posibilidad más certera que tuvo para dedicarse de lleno a la literatura.
Desconocemos los ingresos que percibía por sus crónicas, si recibía un sueldo
fijo mensual o si más bien cobraba una suma de dinero por cada colaboración.
Lo cierto es que la situación económica de Cid en los años que ejerció de
cronista en diarios y revistas, es decir, en un rango de unos doce años aproximadamente,
entre 1948 y 1960, fue por lo general inestable. A excepción quizá de cuando
llegó a ocupar el cargo de Jefe de Redacción, como ya señalábamos, durante
el segundo gobierno de Ibáñez del Campo.
El tiempo de la sospecha es, sin duda, el libro más autobiográfico
de Cid. Muchos de los personajes, el contexto histórico-político chileno de
finales de la década de 1920 y de principio de la siguiente, junto a las vivencias
personales, tanto en el plano familiar como escolar, son claramente identificables.
El epílogo del libro se constituye en una pieza clave para comprender los
múltiples significados que explícita o implícitamente su autor ha querido
dejar al descubierto. La mayor de las angustias de Santiago, el personaje
principal del relato, era que su padre, funcionario de Ferrocarriles del Estado
fuera un "soplón" que tenía la obligación de delatar cualquier manifestación
de corte anarquista o comunista que atentara contra los principios militares
y reaccionarios establecidos por el primer gobierno de Ibáñez del Campo entre
1927 y 1931.
El que su progenitor haya sido un delator de los posibles actos disociadores
cometidos por sectores rebeldes, constituye la acusación más deshonesta que
se le puede hacer a un ser humano. Así piensa Santiago. No hay peor humillación
que la que éste vivió cuando supo de parte de sus compañeros de clase que
tanto su padre como su profesor de francés recibían comisiones y beneficios
como "funcionarios" del régimen del "General" o de la "presencia invisible",
como se le llamará indistintamente a Ibáñez del Campo. Ambas figuras, tanto
de su progenitor como de este último, representan el lado castrador, oscuro,
tenebroso del sistema político, militar y civil de aquellos años.
La obra se revela en claves y temáticas determinadas que son claramente posibles
de relacionar con el desarrollo de los hechos y vivencias ocurridos en la
vida del propio Cid. El tiempo cronológico en que transcurre la nouvelle es
el mismo que dura la primera presidencia de Ibáñez del Campo, cuando por aquellos
días Cid tenía 13 años de edad y cursaba, al igual que Santiago, la enseñanza
primaria. La figura del padre aparece en ambos casos representada por una
persona autoritaria, restrictiva, díscola, poco sociable, despreocupada de
sus hijos, interesada solamente en su trabajo, en el acomodo, en la estabilidad
económica y social que le brindaba el colaborar en trabajos de espionaje y
denuncia contra fracciones "rojas" o subversivas. La vergüenza de que su padre
fuera "un ganapán a sueldo del Gobierno" le remordía constantemente la conciencia
a Santiago y, peor aún, que éste fuera "un agente al servicio de ese Gobierno
que él tanto sabía odiado (...) por la persona que más amaba". Es una clara
alusión al hecho que tanto su familia como muchas otras de la clase media
chilena estaban atravesando por la difamación y la denuncia. Pese a que su
padre fuese "un perfecto hombre de orden" como el propio hijo se refería a
él, y que en las apariencias no sucediera nada fuera de lo común, debajo de
toda posible normalidad operaban agentes estatales que controlaban dictatorialmente
a la población. No todos, por cierto, se podían dar cuenta de lo que estaba
pasando en aquellos momentos. Especialmente, del descontento generalizado
que cundía entre la población minera del norte del país, y entre los estudiantes
que, desconformes por la regulación de la vida universitaria, organizaban
huelgas y manifestaciones callejeras. También, por cierto, entre los sectores
más críticos de la sociedad, que discrepaban de la excesiva participación
de los militares en la sociedad civil chilena.
Es la libertad, ciertamente, el concepto clave que subyace en todos los actos
reivindicativos que se expresan en el relato. Detrás de las alusiones a los
abusos cometidos y las prohibiciones establecidas por el régimen de Ibáñez
del Campo contra obreros y grupos universitarios o frente a la persecución
contra homosexuales, es manifiesta la voluntad de Cid de hacer destacar su
vocación libertaria por la que tanto luchó durante su vida. En ese sentido,
la libertad representa para él la supremacía de las ideas y de la razón por
sobre la fuerza, del idealismo por sobre la represión y el castigo, del entendimiento
por sobre la fuerza bruta, constituyéndose en el bien más apreciado para el
ser humano.
Por sobre las responsabilidades civiles o el bienestar económico de la Nación,
del Estado, de organizaciones sindicales, de instituciones o de la propia
persona, la libertad debe ser la norma reguladora de cada uno de ellos. Pero,
además, la libertad, como se puede desprender, exige responsabilidades y compromisos.
Ésta, siguiendo el pensamiento de Santiago, hay que merecerla, pelear por
ella, luchar por su obtención.
Este libro, en definitiva, viene a constituir la denuncia más ácida y despiadada
que realiza Cid sobre un período de la historia de Chile que con anterioridad
había sido abordado, desde la novela o el ensayo, por Eugenio González Rojas,
Diego Muñoz, Alberto Romero y Carlos Vicuña Fuentes. Es, ante todo, el ensayo
de "un examen valorativo" de aquel período, al decir del propio autor. El
título del libro hace referencia, por lo tanto, a la crisis general que impera
por aquellos años en un Chile dividido, polarizado económica y socialmente,
carente de sólidos valores tanto en lo educacional como en lo formativo. Es
un país moralmente decadente, con una aguda falta de conciencia entre la población;
una sociedad en crisis, fraccionada, que permite la indiscriminada participación
de capitales norteamericanos al país, manifestación explícita del imperialismo
exacerbado que ejercía Estados Unidos sobre Chile por aquel entonces. La "sospecha"
de la que habla Cid hace alusión a la desconfianza que existía entre las personas
y, especialmente, entre intelectuales y escritores quienes han dejado plasmadas
sus propias vivencias de lo acontecido.
Será Ricardo A. Latcham, crítico literario, académico, ensayista y diplomático
quien se haga cargo, a través de su espacio habitual en el diario La Nación,
de reseñar el nuevo libro de Cid. Ya lo había hecho diez años antes, en 1942,
cuando se refirió con elogiosas palabras al libro de relatos Bouldroud,
cuando nadie lo había hecho. Su comentario destaca ciertos aspectos literarios
de su nueva producción, pero afirma asimismo que El tiempo de la sospecha,
al que califica de "breve estudio psicológico", es un libro de aproximación,
no finalizado, un esbozo de una novela superior, en el cual "ensaya el enfoque
del período dictatorial" comprendido entre 1927 y 1931.
Invariablemente las comparaciones entre Bouldroud y El tiempo de
la sospecha están presentes en su análisis. En este último, se preocupa
de situar el interés que el autor del libro quiso darle al relato: se retiene
el carácter higiénico y preventivo de la obra, considerando la posible utilidad
que podrá tener como documento histórico para quien quiera estudiar con mayor
profundidad "el clima pantanoso de la tiranía", como describe Latcham el primer
gobierno de Ibáñez del Campo. Es éste uno de los aspectos que más destaca
el crítico literario, puesto que considera un hecho vital que sea también
la literatura, y no sólo la disciplina histórica, la que dé cuenta, de hechos
y procesos de los que la historia no siempre puede hacerse cargo:
"Aquí el joven protagonista refiere sus experiencias espirituales de un modo
crudo y directo. No es una realización complicada, de técnica detallista,
sino un breve estudio psicológico. La vida nacional estuvo entonces sometida
a una dolorosa tensión: no se ha diseñado el efecto moral que ese hecho produjo
en el desdoblamiento de los caracteres y en la crisis política posterior (...)
Teófilo Cid considera higiénico y preventivo el propósito de El tiempo
de la sospecha. Es un libro destinado a las generaciones nuevas que ignoraron
el clima pantanoso de la tiranía. La experiencia de Santiago, el héroe del
libro, es idéntica a la de muchos muchachos adolescentes de entonces que descubrieron
en sus hogares el morbo de la delación. Es ése el asunto que vibra en este
pequeño volumen: la fidelidad de un padre al régimen, lo cual permitía vivir
a una familia prósperamente, la rebeldía de Santiago, la frivolidad de la
madre, y, como marco de lo demás, el arribismo general... Teófilo Cid escribe
con facilidad y se deja arrebatar por ella. El estilo de El tiempo de la
sospecha es menos artístico que el de Bouldroud, pero mantiene
el interés del asunto novelesco. Desde antiguo nuestra novela se ha ocupado
en temas relacionados con la vida política, pero el figurón santiaguino o
el arribista provinciano ceden hoy el paso a otros tipos. Es sensible que
Teófilo Cid se haya contentado con un esbozo de los caracteres y no logre
ahondar en ellos. El funcionario, instrumento en una conspiración fabricada
por el régimen, serviría maravillosamente para retratar el servilismo de una
época. El período comprendido entre 1927 y 1931 será utilizado en el futuro
como estimulante materia artística. Mientras tanto, este análisis psicológico
de Teófilo Cid cumple con la finalidad iniciada en el prólogo de El tiempo
de la sospecha"[3].
Como se puede apreciar, Latcham lamenta la poca profundización sicológica
de los personajes, destancando el primoroso manejo de la escritura y el adecuado
uso de la tensión narrativa, todos ellos elementos indispensables para conformar
una obra que, según el crítico, logra satisfacer los objetivos inicialmente
trazados. No es un libro pretencioso, que tenga por finalidad presentarnos
una visión totalizadora de la materia en cuestión; se trata más bien de una
creación literaria acotada, bien delineada. La visión personal de Cid sobre
este vértice personal y creativo, se produce de forma clara y contundente
en varios trabajos[4].
El otro gran trabajo de Cid durante la década del 50 fue el poema, "Camino
del Ñielol". Anunciado en la revista Pro Arte del 14 de julio de 1949
como colaboración inédita y publicado como libro en 1954, este poema de mil
versos refleja cabalmente el vértice que atraviesa la vida de este autor.
Ésta fue, por lo demás, la primera contribución de Cid en el semanario, en
el que además se anunció la próxima edición de una novela y un libro de poesía,
El fulgor de los sueños y Miserias del temperamento, junto a
una fotografía prácticamente desconocida del escritor, tomada seguramente
el mismo año [5].
Ese mismo año, en una de las pocas entrevistas que se le realizaron a Cid,
titulada "Del surrealismo al realismo mágico va Teófilo Cid", explica el propio
autor del volumen la gestación del "primer fruto de su cambio poético":
"Este libro se compone de un solo poema de mil versos. Trata, precisamente
mi propia travesía literaria desde el surrealismo a esta nueva conciencia
subjetiva que yo denomino `realismo mágico'. Creo en un retorno de la poesía
al realismo, pero no al realismo de los poetas socialistas. Camino del
Ñielol es, en cierto modo, una autobiografía ideológica. Por ello, el
poema comienza con versos surrealistas, en estado automático y sin puntuación,
y en la última parte concluye con rima y termina con una cuarteta dentro de
los moldes clásicos. Es un poema narrado en primera persona. El tema es el
siguiente: un individuo se observa en el espejo, en un cuarto de hotel. La
imagen que le devuelve el espejo le hace evocar el rostro de su padre y a
través de éste va descubriendo los rasgos de sus antepasados. Es una sumersión
hacia atrás, hacia la raza misma, pero no una raza indígena, sino hispanoamericana.
En otras palabras, habiendo sido yo siempre un poeta afrancesado y europeizante,
termino evocando el cerro Ñielol de mi infancia, que fue el mismo cerro de
Neruda, de Juvencio Valle y de Seguel y, sobre todo, del poeta que fue como
el padre de nosotros: Augusto Winter"[6].
Numerosos e interesantes aspectos se pueden rescatar de lo aseverado por Cid
en esta entrevista. La primera de ellas, se refiere a la "travesía literaria"
que, como explicábamos anteriormente, irá desde la escritura surrealista de
la primera parte del volumen hasta una "nueva conciencia subjetiva", la del
realismo mágico. El mismo explica las diferencias formales entre una y otra,
por lo que no es necesario insistir en ello. Advierte, eso sí, que se trata
de un realismo, como manifestación poética de una "realidad" íntima y personal.
De ahí el nombre de "autobiografía ideológica", en directa referencia al carácter
reflexivo que sería connatural a ese momento imaginativo particular. No es
un realismo social o costumbrista a la manera de Nicomedes Guzmán o de Alberto
Romero, entre sus contemporáneos.
Reconoce que sólo se trata de un adelanto del primer atisbo de una manera
de escribir que, por la insatisfacción implícita de sus palabras, todavía
no ha logrado concretar a cabalidad. Anuncia la publicación de otro libro,
Las cosas que viene a ser una especie de continuación de este poemario.
En éste, Cid pretender desapegarse por completo de la subjetividad del poeta
a través de una escritura que pueda plasmar lo concreto, lo objetivo, la esencia
de la materialidad de los objetos y de los sentimientos:
"Camino del Ñielol es, sin embargo, sólo una etapa. Es un poema todavía
subjetivo, de introspección, pero es el camino que me conducirá a la total
objetividad de mi próximo libro que se titulará Las cosas. En este
último he abandonado definitivamente el `Yo' y toda mi subjetividad. Pienso
que los poetas hemos abusado demasiado contándole al mundo nuestras cuitas,
que son de un valor muy relativo. Ahora hay que re-crear el mundo de la poesía
que, en último término, no es más que un nombre. Yo definiría a la poesía
como `un instrumento de algo que está más allá de la poesía'. Cada uno de
los poetas que formaron `Mandrágora' han experimentado su propia evolución.
Eduardo Anguita, por ejemplo, lo ha hecho a través del catolicismo. Para mí
el verdadero pensamiento poético debe ser hoy día un pensamiento concreto
y yo lo traduzco a través del paisaje, y de las cosas"[7].
La recepción de la crítica literaria al margen de la prensa oficial y masiva
de aquellos El Mercurio, La Nación y Las Últimas Noticias,
y particularmente de las revistas editadas por escritores y poetas, no fue
favorable a la aparición de este libro. Julio Tagle, director junto a Mahfud
Massís y Tito Stefoni de la revista Polémica, escribió en noviembre
de 1954 una reseña de Camino del Ñielol. Es tajante en las dos primeras
líneas: puso en duda el valor poético del volumen de versos en cuestión. No
tuvó reparos en afirmar que "La concreción de un gran poema requiere una excelsa
madurez espiritual", haciendo ver de manera categórica una falta de oficio
literario en el trabajo del poemario, lo que en buenas cuentas significa para
él, una insuficiencia en el quehacer poético y en los recursos metafóricos
utilizados. Esto, sumado a una dispersión narrativa y a una total anarquía
en la estructura de la obra, le hizo aseverar que: "No conozco otra obra de
mayor desorden".
Consciente de la subjetividad inherente de la labor del crítico literario
no escatimó palabras para justificar su decisión en donde factores como el
gusto, la afinidad, el conocimiento, la sensibilidad, la ubicación ideológica
y la perspectiva histórica de la época determinan las apreciaciones de éste
frente al objeto analizado, y de paso recalcar cuáles han sido las mayores
falencias en tipos de escritura como la de este libro. A continuación, Tagle
esboza una posible hipótesis para explicar el fallido intento de Cid:
"Existe un fenómeno curioso y sintomático. No basta poseer un caudal de conocimientos
bien organizados para escribir un buen poema. Debe ser ésta la razón por la
cual, el conocimiento directo de un autor, desencanta de manera tan abrumadora,
cuando leemos su producción, y lo relacionamos con su inteligencia y su sociabilidad.
Muchas veces su charla no desbarrunta, no cae en la vulgaridad. Sin embargo,
arrastrado al poema, ¡cuánto cambia la situación! Allí se sorben, se aflautan,
se disminuyen. Entra la hojarasca verbal se vislumbra la miseria, la carencia
de una auténtica inspiración. Es una lástima que en los últimos tiempos, salvo
excepciones, la poesía se haya ido convirtiendo en la expresión de una interminable
retahíla de trivialidades, de feroces lugares comunes, dichos con toda impunidad
y total falta de recato literario, y que en ello, de una u otra manera, vayan
cayendo quienes creíamos una promesa de la poesía"[8].
En marzo de ese mismo año, Cid dejó de colaborar para la revista Pro Arte.
Continuaba con sus ya habituales crónicas para el diario La Nación,
y posteriormente, entre julio y agosto, emprendió un viaje por Bolivia, recorriendo
La Paz y Santa Cruz de la Sierra, entre otras ciudades. Un año después de
la publicación de Camino del Ñielol Cid edito un nuevo libro de poemas,
Niños en el río (septiembre de 1955), impreso por Ediciones Espadaña,
con una edición de 220 ejemplares firmados por el autor. En el prólogo de
esta obra el propio autor se encargó de delimitar los senderos creativos por
los que se movía. Advierte que se trata de una composición creada a partir
de un hecho real, de carácter exclusivo en su escritura. No encontraremos
otro registro literario en la poesía de Cid, a excepción de algunas de sus
crónicas o artículos de opinión sobre temas históricos, que haya tomado como
punto de inicio un hecho noticioso específico, como fue el que estimuló este
poemario: la muerte, por causa de las inclemencias del frío invernal, de un
grupo de niños pordioseros una noche de 1953 en las riberas del río Mapocho.
Este hecho, desapercibido e ignorado por muchos, marcó enormemente a Cid.
Lo ocurrido no constituyó para él meramente una "noticia" inadvertida por
la prensa de la época; fue la expresión descarnada del desamparo en que se
encontraba un amplio sector de la población callejera y mendigante de aquellos
años. Él mismo explicó:
"La noticia no apareció en la prensa. La ciudadanía -ejemplar palabra- ésta
como avergonzada, había querido ocultar, de esa manera hipócrita, el triste
suceso. Pero el hecho dejó caer sus semillas en el ánimo del poeta y de esa
polinización resultó el poema que ahora presentamos al público... Aquella
noche del riguroso invierno de 1953, habían muerto, ateridos por el frío,
varios niños, de esos que la sociedad, con inmenso egoísmo, mantiene aún bajo
los puentes del Mapocho. Ellos son la prueba palpable y fresca de la enorme
falla de la realidad, pétrea y rugosa. El racimo de sus cadáveres destila
un agrio alcohol sobre nuestras pasajeras dichas y continúa -a pesar del tiempo
inexorable- envolviéndonos en sus melancólicos vapores"[9].
Desde esta mirada comprometida y sufriente del autor, tenemos que situar la
lectura de su obra. Cid expresa la fragilidad inherente al ser humano a través
de sus propios sentimientos y de alguna manera, anticipa su propio fin. Niños
en el río es la cristalización de una poesía que privilegia la transparencia,
la claridad de la expresión y la fineza del espíritu. En este extenso poema
encontramos los tópicos comunes del resto del trabajo poético de Cid: la noche,
el amor, el desamparo, la agonía existencial, la muerte. Y otros propios de
la temática planteada originariamente en este libro como los puentes, el río
y, por cierto, los niños.
Durante marzo-mayo de 1956, "Théophile" viajó a Estados Unidos -país al cual
dedicó más de una veintena de crónicas- invitado por el Departamento de Estado[10]. Ese mismo año se inició su amistad con Jorge
Teillier. Ambos se conocieron, tal como lo cuenta el propio Jorge Teillier,
cuando atraído por la personalidad de Cid, decidió ir a dejarle un ejemplar
de su primer libro, Para ángeles y gorriones, recientemente editado,
a una de las salas de redacción del diario La Nación. A la semana siguiente
de habérselo entregado, Cid publicó una crónica sobre éste. Según Teillier,
sin ser un crítico literario, supo percatarse del trasfondo que había querido
transmitir en sus poemas. La amistad que nació entonces se prolongó hasta
la muerte de Cid, en junio de 1964, cuando ya Teillier había publicado, además,
los poemarios: El cielo cae con las hojas, El árbol de la memoria,
Poemas del país de nunca jamás y Los trenes de la noche y otros
poemas.
La visión de Teillier sobre Cid constituye una de las mejores fuentes para
aproximarse a su vida y obra. Sus testimonios revelan la gran cercanía que
existía entre ambos escritores: rara avis, llamaba Teillier a Cid,
queriendo decir con ello, sin duda, que el autor de Temuco era uno de los
pocos -sino el único- que durante la década del 30 hasta mediados de los sesenta,
podría llevar el apelativo de poeta maldito chileno. El único escritor nacional
digno de merecer ese nombre, sentenció.
"Ha terminado el paso del relámpago negro y suicida de la vida de Teófilo
Cid, el sobreviviente de la noche, ´el amateur de la lepra`. Pero me niego
a hacer necrologías que él mismo hubiese desaprobado. Lo saludo en nuestra
vida, ahora que ha alcanzado al fin esa luz secreta que se ve cuando se cumple
el retorno a la tierra que soñara, y a ese ´brocal en cuyo fondo brillan las
raíces`"[11].
Podríamos afirmar que existió de parte de Teillier una clara admiración por
Teófilo, que lo llevó incluso a emular en vida su "mito", que crecía día a
día. Escribió el poema "Blasón de poetas de la Frontera", en Un pueblo
fantasma (1978), dedicado a él, y, "Aparición de Teófilo Cid" en Muertes
y maravillas (1971).
"Los restaurantes y el alcohol y las bibliotecas aparecen al recordar a Teófilo
Cid... Lo tildaron, para referirse a él en forma despectiva de `Escritor de
café'... Teófilo está siempre atento a las últimas manifestaciones del arte
y la literatura, trasladaba noticias, ejercía un gratuito apostolado y magisterio
que muchos jóvenes debieran reconocerle. Generoso y estimulante para quienes
valían (recuerdo sus opiniones vaticinadoras sobre Alberto Rubio, Galvarino
Plaza, Armando Uribe y Rolando Cárdenas, por ejemplo), era también insolente
y mal hablado contra el filisteo y el parvenu. Pero la mediocridad
de nuestro ambiente lo fue envenenando. En el fondo, Teófilo Cid no podía
claudicar. Su aspecto desastrado y repulsivo exteriormente, era la forma de
rebeldía contra el orden burgués y mojigato. Pienso que no es verdad que la
sociedad le negó todo. Al contrario, cualquier arribista hubiese trepado a
alturas insospechadas a partir de las posiciones que muchas veces tuvo Teófilo
Cid... Funcionario de ministerios, secretario de redacción de revistas y diarios,
las cartas de triunfo estuvieron muchas veces en sus manos y las desdeñó.
Despreciaba la sociedad actual e incapaz de integrarse a ella, escogió el
suicidio disimulado tras el alcohol... Contradictorio personaje: alguna vez
le oímos decir que todas las mañanas le rezaba a la Virgen. Pero al mismo
tiempo se declaraba socialista, partidario de los bolcheviques, y recuerdo
siempre su gran alegría cuando Gagarin surcó por primera vez el espacio, en
un vuelo que su poesía había pronosticado hacía veinte años... Perdido en
la ciudad, náufrago de este mundo, Teófilo Cid como relación frente a nuestro
malsano modo de vida, mantenía una aspiración hacia un mundo de orden más
elevado y puro, en el cual las relaciones humanas no estuvieran regidas por
el interés y la sordidez... Amaba la tierra natal, el sur, la casa paterna:
`la casa del recuerdo como el rumor del mar en los viejos caracoles'. Sabía
que `la soledad es un estanque con faunas de alcohol' y para superarla se
inclinó en su libro Camino del Ñielol al lar sureño, al `brocal donde
brillan las raíces'. Luchó por recuperar a través de la poesía un mundo mejor
y cayó en esa lucha. Cayó junto a esa amada del Sur: `Cómo olvidar que en
el curso del Toltén/ Inclinamos los dos juntos, sombra amada/ La cabeza para
ver/ Nuestra alegría reflejada'. Cayó en su empresa que fue la del último
mandragórico, el único que tal vez no condescendió con la realidad inmediata
al negar la realidad misma... Su obra literaria lo sobrevive y espera el justo
juicio. Difícil juicio entre nosotros. Hay que estar vivo para recibirlo,
o ser un muerto cómodo, a punto de cumplir su centenario. Teófilo Cid derrochó
su talento, pero su obra de cuentista, narrador, autor teatral y poeta está
viva y espera esa resurrección que da la desinteresada posteridad"[12].
En 1961, Cid obtiene el Primer Premio en los Juegos Literarios Gabriela Mistral
con Alicia ya no sueña, obra teatral escrita en colaboración con Armando
Menedín, titiritero y editor argentino, fundador de la colección "El viento
en la llama" de Ediciones Renovación, donde publicaron Juvencio Valle, Jorge
Teillier, Ángel Cruchaga Santa María, Hernán Lavín Cerda, Rosamel del Valle,
Mauricio Wacquez y Luis Oyarzún, entre otros. En esa misma oportunidad Teillier
ganó el concurso en mención ensayo con un trabajo sobre el escritor chileno
Alberto Rojas Giménez; el poeta Carlos de Rokha, en mención poesía y Jaime
Laso hizo lo propio con su novela El naufragio.
Desconocemos cuáles son los antecedentes que hicieron que Cid y Menedín se
hayan reunido para escribir esta obra, que fue publicada póstumamente en 1964
por Ediciones de la Ilustre Municipalidad de Santiago. Era ésta la segunda
vez que Cid obtenía un reconocimiento por su labor literaria. Treinta años
antes, en 1932, había obtenido también el Primer Lugar en los Juegos Florales
organizados en la ciudad de Talca. Lo curioso en esta oportunidad (1964) era
que se le reconocía por una obra de teatro, género al que por primera vez
había incursionado, y lo hacía acompañado de un escritor al cual, hasta ese
momento, no se le conocían otras colaboraciones en conjunto. La trama de la
pieza, subtitulada "Comedia dramática en tres actos", es una paráfrasis del
relato Alicia en el país de las maravillas del escritor y matemático
inglés Lewis Carrol. La admiración de Cid por esta obra, en tanto escritor
surrealista, es explícitamente manifiesta.
La única representación que se conoce de esta obra es aquella efectuada por
la compañía de teatro del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile en
una fecha no precisada, posiblemente como un homenaje de sus antiguos compañeros
de trabajo al amigo escritor.
En 1962 apareció Nostálgicas Mansiones. No se sabe si su edición fue
una iniciativa de sus amigos que veían que Teófilo estaba pronto a morirse,
o fue el propio autor quien quiso publicar un último libro en vida.
La muerte de Teófilo Cid, ocurrida la noche del lunes 15 de junio de 1964,
aunque sorpresiva y fulminante, representó la culminación de una vida despreocupada
por lo material, con sus capacidades físicas e intelectuales definitivamente
menguadas por el alcohol. La Casa del Escritor ubicada en la calle Simpson
7, hoy en día la Sociedad de Escritores de Chile, se convirtió en el lugar
que acogió generosamente a Cid durante los últimos años de su vida: a modo
de retribución por su constante e infatigable labor en esa institución se
le había asignado el cargo de Secretario Técnico. Sería éste su último nombramiento.
Es sabido que la intención de los socios fue la de acoger al escritor, quien
en sus últimos meses de vida no tenía siquiera un lugar donde dormir.
El diario Las Últimas Noticias de la capital del día 17 de junio de
1964 anunció la defunción de Cid, señalando que ésta se debía a "una breve
y penosa enfermedad". Suponemos que alude al alcoholismo que se había agudizado
durante el último tiempo, provocándole una hemorragia insalvable. La breve
nota, además de señalar que los restos mortales del difunto serían velados
en la SECH y que el funeral se realizaría el mismo día 17, a las 16:30 horas,
destina palabras elogiosas para destacar la personalidad de Teófilo quién,
señala, descuella por "su amplia cultura y su carácter polémico y beligerante
[que] dejan una huella de influencia innegable en la literatura joven de Chile"[13].
Los datos de rigor no podían estar ausentes. Se enumeraron los libros publicados
por Cid, junto con señalar los reconocimientos oficiales a que se hizo acreedor
el Premio Municipal en la categoría teatro por Alicia ya no sueña,
en 1961 y el Premio Nacional del Pueblo de la Comuna de San Miguel en 1963
por el conjunto de su obra creativa. Destaca sus capacidades y virtudes, afirmando
que fue "dueño de una inmaculada dignidad literaria, en medio del afecto y
la admiración de sus colegas"[14]. No se hizo referencia a posibles
obras inéditas, ni tampoco a la participación de familiares en dicho acto.
La noticia resalta, por último, la prematura muerte de Cid, cuando se encontraba
próximo a cumplir 50 años edad.
Los discursos pronunciados tanto en el velatorio como en el funeral de Teófilo
fueron, según Juan Tejeda "muy bellos y emotivos". Marcaron la pauta de las
intervenciones de Guillermo Atías, Altenor Guerrero, Mahfud Massís, Humberto
Díaz Casanueva, Enrique Gómez Correa y Agustín Álvarez Villablanca. Atías
habló en representación de la Sociedad de Escritores de Chile, Tejeda como
compañero de labores en el periodismo escrito, Díaz Casanueva en representación
del colectivo de poetas y escritores del grupo "Fuego de la Poesía", además
de Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Gonzalo Drago, Jorge Vélez o Jorge Onfray,
entre otros.
Mahfud Massís escribió una de las primeras crónicas sobre Cid para la prensa,
publicada junto a una caricatura del dibujante, crítico teatral e historiador
del arte, el español Antonio R. Romera. Muestra a un Cid demacrado, sin afeitar,
raído por las inclemencias de la vida que él mismo eligiera, como remarca
el propio autor. Es éste sin duda uno de los aspectos que más destacan quienes
lo conocieron.
Massís sin embargo se adentra con mayor profundidad en la personalidad de
Cid. Su artículo es un documento de gran importancia, especialmente al ser
escrito por otro poeta que tampoco hizo concesiones con el medio social y
literario que le tocó vivir. Destaca Massís, al igual que Huidobro, las enormes
capacidades literarias y creativas de Cid, además de su vasta cultura que
lo sitúa como uno de los escritores más preparados entre sus pares contemporáneos.
Contrariamente a lo que se podría pensar, estas características hicieron que
Cid renunciara a las dádivas que otorgan el reconocimiento y la consagración,
por aquellas más perdurables que concede únicamente el tiempo, el silencio
y la secreta admiración. Es a lo que se refiere Massís con el "está escrito",
el "mactub" de los pueblos árabes, con el signo maldito al que estaba destinado
Cid. Esa fue la opción de este escritor, su apuesta, y por ella se entregó
en perpetua vocación.
En este contexto tendremos que insertar la relación que existió entre Massís
y Cid. El propio Massís narra el momento en que ambos se conocieron, su visión
de este poeta provinciano, vestido elegantemente, culto, arrogante a su manera,
convencido de la instauración en Chile de una conciencia poética renovada,
revolucionaria: el surrealismo. De inmediato advierte en él elementos distintivos
de su personalidad e indumentaria que serán características permanentes en
Cid, reconocidas por quienes lo trataron.
Juan Tejeda, compañero de trabajo de Teófilo en el diario La Nación,
donde además de sus labores de redacción, escribía notas y artículos sarcásticos
con el seudónimo de Máximo Severo, recuerda que "La muerte de Teófilo Cid
sólo causó conmoción entre sus amigos y colegas de letras. Es natural: los
acontecimientos espirituales no producen impacto, porque nuestro país es aún
intelectualmente fofo". Así inicia Tejeda su crónica publicada en Las Últimas
Noticias una semana después de la muerte de Cid, para luego preguntarse:
"¿Quién era Teófilo Cid?". Un factor reiterado en la descripción que realiza
Tejeda es la soberbia inherente a su personalidad, característica que desplegó
Cid en todas las actividades que realizó. Fue por soberbia, acota Tejeda,
que desestimó trabajos y recompensas; fue por soberbia, además, que prefirió
desatender la preocupación por la indumentaria, su cuerpo y las necesidades
básicas del ser humano. Pese a no poseer bienes materiales, a llegar hasta
el extremo de adquirir por momentos el aspecto de un mendigo, rechazó toda
ayuda caritativa. Ésa fue la manera de manifestar su ascética protesta. La
"contradicción monstruosa" de la que hablaba Tejeda, elemento que podríamos
destacar como lo más fundamental de la persona de Cid según éste mismo, se
expresó en que pese a ser un escritor sensible, refinado, inteligente, con
un espíritu leve y fino, tuvo que arrastrar un cuerpo pesado, maltraído, lentiforme.
No existía armonía entre cada uno de ellos.
Por su parte, Andrés Sabella quien se destacó, entre otras cosas, por ser
un persistente difusor de la poesía chilena contemporánea, escribió el artículo
"Duelo en la poesía chilena". Fue su forma de recordar al amigo recientemente
fallecido, con quien lo unían más de treinta años de amistad. En éste no sólo
se refirió a la personalidad o al carácter de Cid, como fue común entre quienes
lo trataron, sino que también dedica algunas líneas a destacar el estilo cuidadoso
y refinado de la prosa de este escritor, particularmente en el único libro
de relatos que publicó en vida, Bouldroud. Así mismo tuvo palabras
elogiosas para referirse a su poesía, la que según él, adquiere una oscura
brillantez por los riesgos a los que apostó. No por nada Sabella, quien fuera
compañero de clases de Cid, Gómez Correa y Arenas en la Escuela de Derecho
de la Universidad de Chile durante los primeros años de la década de 1930,
destacó la fuerza de la poesía de Cid, la cual, pese a no poseer la misma
característica metafórica que caracterizó a su prosa, presentaba momentos
de bella emoción.
Guillermo Atías en su artículo "Compañía de Teófilo Cid" publicado en la revista
Alerce durante la primavera de 1964, se explayó sobre las consecuencias
de la postura intransigente que tuvo Cid para enfrentar la cotidianeidad.
De acuerdo a la mirada práctica y utilitaria que impone la sociedad a todos
los actos humanos, ciertamente la actitud displicente y arrogante de este
escritor podían ser reprochadas. No obstante, Cid se mantuvo ajeno a todo
tipo de presión social, más no a las imposiciones morales y éticas coercitivas
o reguladoras del accionar humano. Tuvo, según Atías, la maravillosa cualidad
de ser lo que él quiso ser siempre. Esa condición lo hacía poseedor de una
"extraña felicidad", la felicidad de ser él mismo, lo que concitaba la envidia
y admiración de sus amigos. "Pagó esa riqueza sacrificándolo todo, echando
todo al fuego, hasta su propio talento; se consumió en una hoguera alimentada
por su vida" dijo Atías para remarcar la perpetua renuncia a la que estuvo
sujeto Cid. Esa condición lo hizo poseedor de uno de los bienes más preciados,
la aurora de los poetas, la que muy pocos de ellos logran alcanzar.
Mario Ferrero fue otro de los amigos cercanos que compartió con Cid los últimos
días de su vida. El 13 de agosto de 1965, Lorenzo Campaña publicó en el diario
La Nación el artículo "Irremediablemente nocturno", que sería después
incorporado -con leves modificaciones en el título y contenido de éste- en
Escritores a trasluz y en su libro Memorias de medio siglo.
De esta manera inició Ferrero su intervención, recordando al amigo muerto:
"Ha hecho falta en este invierno su maravillosa insolencia, esa forma tan
suya de abrir la puerta del bar y sentarse a la mesa como un rey desterrado,
con ese gesto ausente, despectivo, con que solía tratar el coro de noctámbulos
que lo acompañaban a beber. Y al que terminaba por zaherir en forma cruda:
¡Cuando los mariscales hablan, los pobres cabos escuchan! ¡O se van! Y golpeaba
la mesa con una energía desconocida, largamente acumulada en semanas de letargo,
de infinita inmovilidad, como quien junta carbones para encender el fuego
que habrá de quemarlo mañana"[15].
Si bien las relaciones entre Ferrero y Cid fueron dispares, cambiantes, y
por momentos inexistentes, el primero tuvo constantemente un sentimiento de
afecto y estima para con el segundo, a pesar de la excesiva franqueza y dureza
que éste tenía para relacionarse con las personas. Admiraba en él la inteligencia,
su capacidad expresiva, la lucidez quemante, su amplia cultura. Pese a que
muchas veces discutían y discrepaban en torno a conceptos y planteamientos
estéticos o literarios, compartían los mismos fines sociales y políticos.
Juntos ingresaron al Partido Socialista, aunque advierte Ferrero, cada uno
con propósitos distintos. Será él mismo quien afirmó también que el único
objeto que se le encontró a Cid a su muerte fue la credencial correspondiente
que lo señalaba como un miembro más de ese partido. Paradojal, insólito, agrega
Ferrero, para un escritor "que sólo tenía fe en el arte y que consideraba
la palabra creadora como la única expresión del ser humano todavía no contaminada
por la sociabilidad". Cierto o no, mucho se ha especulado sobre ello.
Empero, advierte Ferrero, Cid tenía una "conciencia lúcida" de lo que estaba
haciendo, de la voluntad explícita por querer conocer lo más cerca posible
la muerte y su fascinante embrujo. Eso lo hizo un escritor admirado y temido
a la vez, que descollaba por su "maravillosa insolencia" al momento de relacionarse
con otras personas. Por cierto, muchos poetas y escritores aprendieron de
él, sin que el propio Cid tuviera intenciones de hacerlo. Es la impronta que
otorga la figura del maestro. "De su talento bebimos muchos. Y de su ingenio.
Y de su brusca generosidad", señaló honestamente Ferrero. Ése fue el legado
que dejó a quienes lo conocieron.
[1] El tercer volumen de estas obras completas está dedicado especialmente a cubrir las crónicas de Teófilo Cid.
[2] La visión de Cid era que él entregaba en sus crónicas "el corte y no la ostía".
[3] Ricardo A. Latcham, "Crónica literaria", La Nación, Santiago, 13 de julio, 1952, p 2.
[4] "Se requiere una suficiente dosis de objetividad
para comprender, de una vez por todas, que nuestra edad no es solamente
aquella que aparentamos. Es una argucia femenina esto de invocar la apariencia
y el atuendo exterior del rostro, libre de arrugas y como recién salido
de baño lustral (...) Nosotros los varones debemos ser más cautos en esta
empresa subjetiva de evaluar la edad que tenemos. Reside en el fondo del
organismo un extraño regulador, seguro índice y escala del espacio de tiempo
que nos queda por vivir en este mundo "infelice" y que tantas felicidades
nos procura. Este regulador sintomático y minucioso es el hígado... Es la
etapa de la vida en que se hace presente el hígado, terrible controlador,
especie de quinto poder al que terminamos por rendir pleitesía amarga entre
bucharadas y bucharadas de acres sales refrescantes".Teófilo Cid, "Vivamos
nuestra edad", La Nación, Santiago, 23 de diciembre, 1956, p. 4.
[5] Con la publicación en 1954 definitiva de Camino del Ñielol, poemario en el cual había estado trabajando, según sabemos, desde hacía cinco o seis años antes, Cid plasma parcialmente los anhelos estéticos y éticos que había postulado desde un tiempo a la fecha a través del realismo mágico. No obstante, no podemos referirnos con propiedad a este libro como una muestra exhaustiva de esta corriente literaria, pues en él se entrelazarán resabios de un surrealismo graduado con gérmenes de una poesía lárica, entendida ésta, a su vez, como una valorización y rescate del territorio de la infancia dorada, además de atisbos de un incipiente y especial realismo mágico. Para entender este vértice vocacional en Teófilo Cid es muy útil citar alegóricamente una anécdota de Nicanor Parra. "Para mí fue clave la respuesta que me dio Teófilo Cid cuando le puntualicé sobre su traslado a la capital durante la década del `30, `Yo nunca arribé fue su respuesta'". Luis G. de Mussy, Entrevista a Nicanor Parra, inédita, Santiago, abril, 2004.
[6] (Sin autor), "Del surrealismo al realismo mágico va Teófilo Cid", La Nación, Santiago, 1954.
[7] Entrevista anónima publicada en La Nación, Santiago, 1954. Citada también, con algunas alteraciones, por Mario Espinosa en "El mes de los libros", La Nación, Santiago, 1954. Resulta muy ilustrativo: "Para producir un verso de mi Camino del Ñielol, cuántos versos he tenido que desechar, recuerdos frustrados, síntomas que no lograron componer dolencias, pero que estuvieron de breve tránsito en el extremo de mi pensamiento, gravitando como racimos condenados a morir en paz. Hubiera querido expresarlo todo (...) Habría querido, en una palabra, reducir a polvo mi conciencia. Así mismo Teófilo Cid participó en 1953 en la revista David de iniciativa de Eduardo Anguita, en ella publicó el ensayo El Paraíso Concreto donde trabajó casi los mismos tópicos que en su ensayo inicial de 1940 Fátima o el Affaire del paraíso; por ejemplo: el amor, la locura, la revelación intelectual y el tema del paraíso. Revisar Luis G. De Mussy, "Revista David, Por la Verdad y la Vida", El Mercurio, Artes y Letras,
[8] Julio Tagle, "Crítica literaria: Camino del Ñielol", Polémica, Santiago, Nº 12, noviembre, 1954, s/p.
[9] Niños en el río, Santiago, Ediciones Espadaña, 1955, p. 6.
[10] "Teillier me contó esa historia de que una vez Teófilo consiguió ir a New York. Dice que estaba paseándose por la Quinta Avenida, y al preguntarse ¿quién lo hubiera dicho Teófilo Cid en New York, qué puede hacer Teófilo Cid en Nueva York? La respuesta fue silbar Whispering. Después de caminar un buen rato silbando sintió que lo venían siguiendo. No sabía que Whispering era la música con la cual se ubicaban los homosexuales. Al enfrentarlos, uno que parecía que era jefe, se miró con el resto y dijo: a one, a two, a three y todos se pusieron a silbar Whispering y Cid salió arrancando". Luis G. De Mussy, Entrevista a Raúl Ruiz, inédita, Santiago, abril, 2004.
[11] Jorge Teillier, "Homenaje a Teófilo Cid", Orfeo, Santiago, Nº 6-7, junio-julio, 1964, s/p.
[12] Jorge Tellier, "Teófilo Cid: el náufrago de la noche". El énfasis es nuestro.
[13] (Sin autor), "Falleció escritor Teófilo Cid", Las Últimas Noticias, Santiago, 17 de junio,1964, p. 22.
[14] Ibid.
[15] Lorenzo Campaña (seudónimo de Mario Ferrero), "Irremediablemente nocturno", La Nación, Santiago, 13 de agosto, 1965, p. 2.