UNA MÁXIMA DE SADE

Para explicar la presencia de nuestro pensamiento en un continente dedicado por entero a la creación de sus formas nacionales, fenómeno político que Europa había superado ya a fines del siglo último, debemos recurrir a una "lógica diabólica". Esta lógica nos inducirá, a saltar sobre las conveniencias inmediatas de la política continental, convirtiéndonos en una legión de gente absurda y maldita, romántica y desvinculada. Es de esa manera como logramos ubicar los tiros de nuestra ballesta, no en los resultados actuales de la política americana sino en el proceso unificador que habrá de transformar este extremo del mundo en una parte móvil, orgánica e inteligente  del resto. Nuestra interferencia en el plano intelectual y cultural no puede, pues, por ahora, ser beneficiosa para nadie. Hemos logrado inocularnos los microbios de las enfermedades qué reemplazarán a las actuales y es, evidente que, en un sentido peyorativo, nuestra actitud propende hacia el peligro.

No ignoramos que, a las ya clásicas expresiones contradictorias del pensamiento occidental, nuestra condición de americanos agrega otras de las cuales no es la menor aquella que dice relación con el problema arcaico que nos legó la conquista española, conflicto no de la cultura misma, sino de la sintonización misma de ella. En un momento que es de vida o muerte para estas naciones la aplicación de  la idea nacionalista, disfrazada sagazmente en los términos difusos de la unión continental, la idea internacional, fortalecida por los descubrimientos del pensamiento científico y tonificada, en estos últimos años, por las conquistas del pensamiento surrealista, reúne nuevamente a los hombres de las vanguardias revolucionarias en torno a la época que habrá de nacer.

“La época que habrá de nacer...”. Esta frase conmovedora golpea mi cerebro con indescriptible ansiedad durante esos días que dediqué a escribir mi "Operación Cesárea", mientras el resto de Chile prepara las urnas que darían el triunfo a un proceso de evolución, democrática y los correos de Europa comenzaban a traernos los libros de Breton, de Péret, y de tantos otros... “La nueva época...”. A la que había de salir el pensamiento con la horrible incomodidad de quien desprende sus tejidos de la placenta magnánima y materna, el mito heroico de todas las juventudes, la época del sueño, de la anhelada conciliación. No es, por tanto, un vano deleite estético de espectador afortunado el que nos ha impelido a buscar las sombras que ocultan y disimulan para esperar la luz que ubica y diferencia. Yo tengo la convicción, acaso un poco sentimental, de que no está lejano el día en que la corporeización del sueño, con el estallido consiguiente de realidad y materia, nos haga volver la vista hacia el hombre liberado.

De ello, como los místicos, y sin que esta declaración proceda a colocarme entre sus iguales, he tenido breves anuncios. ¿Cómo olvidar aquella tarde de otoño, en que, junto con Braulio Arenas, en un café cualquiera, abríamos un libro de Breton? La realidad de aquella tarde estalló por todas partes [1] . Como en el sueño, necesitó de símbolos para expresarse y he aquí que una extraña mujer se nos acerca y con una gratuidad, que aun ahora nos sorprende, coge el cuchillo con que abríamos las páginas de Nadja y nos amenaza con matarse. ¿Quién era y de dónde venía? Una indefinible impresión de melancolía habiéndome cogido, la lectura de Nadja fue para mí la clave del enigma, la introducción al sombrío mundo estelar de los fenómenos.

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Comienza una época nueva para nosotros, los únicos restantes de la vida. Esta señala rumbos varios, caminos precipitados, hendidamente abiertos en el sueño, en la locura, en los gestos automáticos de la tregua cotidiana. Podríamos hablar absortos sobre un muelle coloreado, de una pasión que inflama el horizonte... Palabras y palabras. Sin embargo, el único inconveniente técnico es esa cabida perpleja, abierta a toda luz sentimental donde entran una a una las que, prosódicamente llamamos sombras del pasado. Una mirada hacia atrás y todo el mundo abarca nuestro ojo. Las cosas pierden su primera virginidad, ahora son muelles diferentes, caras breves o cejijuntas, todas parecidas en la sombra. Elijo distintas frases, palabras que me absorben, que me quitan el aliento, porque son ellas las mejores pruebas de la ausencia, del desgobierno máximo, del terror. Y las ordeno hasta producir un asombro vicioso. ¿Pueden ellas defenderme de estas locas manifestaciones del deseo? No, nunca han podido extralimitar su razón poética. Acomodables a mi gusto, las prefiero en esta zona neutral, de nadie, donde las teorías desaparecen y la vida se rehúsa a sí misma, grata de sentirse única entre poderes sombríos y amenazantes,  se rehúsa a sí misma el calor proporcionado por el placer. Helada, sobrecogida de terror o lo que es a su instinto de conservación lo que el al iris, la vida se muestra en este análisis un juego desprovisto de sentido y las palabras que lo aprueban se defienden de alojar otra medida. Pueden ser los topografiados técnicos de la memoria, del azar o del deseo; pero estas palabras sitúan más allá del tiempo, la quimera o el desorden. No es la vida como vida en tanto éxtasis, misticismo del deseo o la esperanza, es más que eso. Es el poema, un orden nuevo de palabras para ser lo que es sin ser pensado y que no obstante encierra el mapa entero de la vida, la mitad del cual nos fue robada a la salida del castillo por un malvado hombre negro. Este mapa, esta dirección topografiada, hace regresar al hombre negro y entregar fruto de su ausencia. Entonces aparece a la muda flor de piel, un nuevo sistema de razones, ternuras y deseos [2] . Esta época celebrarnos hoy, con el arribo a nuestro ser de tantos seres inmediatos, objetos desaparecidos, escotes olvidados, ojos prohibidos que fueron el mayor halago de la infancia y que quedaron para siempre como única razón, romántica del poema.

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Si alguna vez más tarde Mandrágora se dejó seducir por algo, no fue por el abandono de esas preocupaciones [3] . En ese periodo nuestro pensamiento se dirigió principalmente a la constatación directa del fenómeno poético, no alcanzando aún a entrever siquiera la posibilidad actual que esa dirección involucraba. No quiero olvidar por un instante las alucinatorias seducciones que, por esos anos tenía para nosotros la creación de una política mandragórica, destinada a modificar el medio social en que nuestro pensamiento se desenvolvía y a dar repentino golpe a los moldes clásicos de la política revolucionaria. Sin embargo, acaso por no pecar de presuntuosos y animados de la buena voluntad que siempre hemos  tenido para tratar estos asuntos, no quisimos desempeñar el papel disidente a que el desarrollo de lo que he llamado más arriba una "lógica diabólica" necesariamente nos conducía [4] . Es por eso que Mandrágora pudo más tarde peinar algunas canas.

Los microbios que habíamos de continuar repartiendo, de acuerdo a una conocida máxima de Sade, ya estaban en nosotros. Cumplida, pues, esa fase que pudiéramos llamar franc-masónica de la Mandrágora, esta labor de corrupción la haremos en adelante con pleno desembozo.

Si se trata de minar las telarañas donde aún viven agazapados los prejuicios, los altares donde aún se reverencian a los cristos asquerosos, y de extirpar la fiebre racial de los fascistas y el chauvinismo estúpido del Partido Comunista, Mandrágora continuará viviendo en nuestros pechos con la misma sans-facon maldita de sus primeros días. Por eso yo, antiguo compañero de armas, he corrido desde el fondo del castillo a aceptar la invitación que me ha hecho Braulio Arenas a colaborar en esta revista.

No creo que durante este período transitorio, en que todas las fuerzas de la reacción se acumulan y se unen, nuestro sentido revolucionario rueda escapársenos. Tenemos el imperioso deber de continuar vigilando la entrada del bosque real donde crecen los ciervos brillantes del don ilusorio y cazan los hombres que adoptan la luz por vestido y el sol por ballesta.

Me seria inmensamente doloroso tener que renunciar a la adorable posibilidad de que en un remoto día el fantasma de la mujer que amo, aquella que me ha sido indicada por el veredicto inescrutable de mi propio destino, aparezca en la zona de lujo de mis extasiados sentidos. Mientras exista la posibilidad de que los genios que duermen en el fondo de los objetos despierten y de que el amor no se rehúse a la contemplación de la pupila encendida y de que la noche predisponga a las más insospechadas exaltaciones del sexo y la memoria estaré de parte de todos aquellos que en estos momentos distribuyen el veneno de la permanente oposición con ese supremo desinterés que caracteriza a los que aman desinteresadamente el reajuste total de lo nuevo



[1] Debo declarar que ese café constituía desde mucho tiempo para nosotros un lugar metafísico. Acaso tan metafísico como esa estación del Ferrocarril, Longitudinal Norte, en pleno desierto, donde hube de experimentar una vez la angustiosa sensación de lo "deja connu". ¿Qué espesa avalancha de sueños, qué causas sangrientamente remotas operaban en mi pensamiento una tal revolución? En ese café, nuestras acaloradas discusiones hablan servido muchas veces de andén a muchos derroteros y a muchas despedidas. La aparición de esa mujer, por lo tanto, nos reconciliaba con la idea que siempre ha presidido nuestros actos de que el pensamiento humano es uno, se dé en

Europa, en la Indochina o en Santiago de Chile. No era difícil suponer que esa cautivadora criatura fuese el alma errante, el alma errante del pensamiento que aún no hemos conquistado.

[2] Un nuevo sistema de economía imperará en el mundo, tanto en el aprovechamiento de las fuerzas industriales, que no estarán ya al vil uso que hace de ellas actualmente la burguesía, cómo en el aprovechamiento de las fuerzas que el espíritu de unos cuantos extraviados suplementa solamente por ahora. Se podrá llegar a lo que humorísticamente he llamado en otra parte, la industria derivada del poema, ese delicioso éxtasis perdido, deshojado inútilmente del árbol de la inspiración y que una ignorancia culpable nos ha impedido hasta hoy aprovechar con eficacia. Me refiero a unos estados ilusorios que acompañan al acto creador, proporcionándole el atrezzo romántico que la gente muchas veces confunde con la inspiración misma. No sería desdeñable, de ningún modo el ensayo que intentara la prolongación vital de esos estados, tratando de extraer de ellos el cálculo "normal" de humores qué el hombre debe derrochar para lograr de la vida el máximo de amor, voluptuosidad y de destino. Esta es una de las soluciones de las tantas mil que el problema ofrece.

[3] Mandrágora. 1938. El principio del placer. El principio exageradamente hostil que la sociedad ofrece a éste. Mandrágora ha logrado colocar sobre la mesa de disección lautreamontiana las enconadas rivalidades de los intereses políticos, culturales ypoéticos en oposición. Ella ha creído durante mucho tiempo en el empleo de la táctica privada, en la experiencia del acto negro, en la subversión sostenida al paroxismo. Todo esto como una forma de nuestra constatación poética, En un sentido profundo, Mandrágora era demasiado "amoral", ¿Reproche? Quizá no. Es preciso que el hombre se acostumbre de una vez por todas a aceptar que la validez de su pensamiento dependerá de la revalidación constante del pensamiento mágico. Mandrágora, período mágico. Ella es el salvajismo de cada uno de nosotros.

[4] Está lógica diabólica, porque su desenvolvimiento oculto aparentemente la desconecta del desarrollo lógico de la realidad, es a éste último, lo que Hécate, la sombría divinidad de los infiernos, es a Diana, la nocturna cazadora del cielo: su cara de atrás. Ella nos permite explicar la aparición de la tormenta en el lago que hasta hoy dormía plácido, la aspereza del pensamiento de Sade, la ansiedad crítica de Rimbaud, la descompostura irracional del teatro isabelino, etc. Hay hombres a cuya tenacidad ha escapado el control de los hechos. ¿Quién los ha dirigido? ¿Sería preciso insistir en que el imperialismo británico fue obra de Disraeli, y la codificación liberal-burguesa de Francia el fin que perseguía Napoleón? Para explicarme este endemoniado entrecruzamiento subterráneo de hechos tendría que decidir de una vez por todas o que Mandrágora es un hongo que ha crecido sobre el dorso de la piedra, o que, por lo contrario, hunde profundas raíces y que su aparición está calculada de antemano. Aunque me incline a aceptar esta última expedición, no creo que el reemplazo de las palabras nos sirva de mucho por ahora para explicar algo que hasta hoy es positivamente inexplicable, aunque el hombre, desde Kant a esta parte, no ha hecho otra cosa que pretenderlo.

  Publicado en “Leitmotiv, Boletín de Hechos & Ideas”. N° 2-3. Santiago de Chile, Diciembre de 1943.