UNA LECTORA DE OVIDIO

Vida, decía aquel fenómeno vital llamado Bárbara. La vida se desprende, como el melocotón, de una fina, piel. Pueden mirarla distintos dientes de ansiedad, los dientes cronológicos de la historia, los dientes anatómicos de la ciencia, pero siempre, cualquiera que sea el observatorio desde donde se examine su complicada pulpa, la misma ansiedad excitará la vista. Aunque el hombre se aleje, como la aguja andante de un reloj, de los principios básicos de la investigación y pretenda abandonar las preocupaciones filosóficas que a estos principios le son añejas, bastará un segundo crítico para que todo el mecanismo oculto desarrolle la eterna campanuda que es el ansia. El ansia, ¿de qué? Vanas son las pretensiones del espíritu por abordar en un terreno de absoluto su desazón cambiante. Lo que existe, como positivo dato de lo que nos concierne, es el deseo, deseo tanto más terrible cuanto más acicateado por el horizonte negro que le rodea. Desde que somos niños, hasta la muerte, esta actitud vital variará de formas, pero nunca de contenido. Es siempre el mismo impulso el que nos determina a regir nuestros actos según convicciones más o menos estimables. Para disfrazar nuestra ignorancia podemos llamarle con numerosos nombres: deseo, ansia, estudio, incluso algunas veces, lucha.

Esta lucha por vencer un porvenir, por cambiarlo a su manera, por ver con afán nictálope en la sombra, fue la tónica de Bárbara después de grande. Como se ve, esto no tenía nada de original, ni a ella tampoco le importaba esta falta de originalidad. Por otra parte, el mundo deseoso de romper en las murallas del prejuicio su cabeza descubierta, elige la cabeza más notoria para que lo haga en su representación. Bárbara, sin darse cuenta del horrible procedimiento, aceptó esa iniciativa y en la primera ocasión se precipitó contra la odiosa muralla tras la cual se apelotonan los burgueses. Pero no se crea que esto se efectuó en los términos de duración de una colisión cualquiera. Necesitóse una vida completa, una vida, que por lo demás, sobrellevada humildemente cono era, no interesó sino a muy pocos espectadores.

Nació Bárbara en Atenas de un amoroso impulso del embajador vienés y de la aceptación espontánea de una cortesana del Pireo, vivió la mayor parte de su vida reclusa en un albergue de los

Alpes y después de madurar en tierra brasilera se acercó a estas tierras del sur donde estableció definitivamente. Llegado acá, lo primero que hizo fue comprarse un lote de terreno y construir una moderna habitación a gusto de sus internacionales dilecciones, construida la cual se echó en una otomana y se dedicó á leer a Hegel. Hubiérale bastado esa lectura por sí sola para endiablar su contristado ánimo; pero quiso el destino tocar a su puerta y lo hizo en la forma que le es más habitual. Fácilmente se comprenderá que Bárbara no tuvo un día qué llevarse a la boca, fuera del dedo claro está, con que daba vueltas a las páginas del filósofo de la historia. Heme aquí, pensó, a la mitad de la vida, perdida en una sombría selva. Y, sin pensarlo más, se dirigió a una agencia de empleos.

- Bárbara O’Donell, cuatro idiomas, profesora de natación, lectora de Ovidio.

- ¿Lectora de Ovidio ?

El empleado que la atendía en la agencia, frunció las cejas y giró el volante del teléfono:

- En esta dirección la atenderán...

Extrañada un tanto, Bárbara, por la diligencia del amanuense, se dirigió a la caja y pagó los honorarios de la agencia. Atravesó corriendo las calles de la ciudad y golpeó en la puerta que le indicaron, sonriéndose atrevidamente algunos transeúntes, Después de esperar algunos minutos la puerta se abrió y una persona de sexo incierto la recibió con frases halagüeñas y palpó de inmediato sus más encantadoras carnosidades.

- Estás muy bien, angelito, muy bien...

Bárbara entró a un dormitorio. En una cama yacía un individuo de extenuado semblante y relampagueantes pupilas. Cerca de él había una mesa con un florero encima y una flor descomunal. El resto de la habitación parecía sumergido en la penumbra, dando este singular fenómeno óptico un extraordinario interés a lo que la vista del forastero no podía abarcar en los primeros momentos. ¿Será preciso decir que Bárbara se resistió a pasar ese umbral? Detúvose, pues, junto a la puerta y haciéndose visera a los ojos con la ruano, observó, durante el rato que le dispensó amablemente su introductor, la escena de la cama. Pudo entonces darse cuenta de que el personaje que yacía en el lecho pasaba de la edad de las conscripciones militares, lo que le hizo desechar toda sospecha de hallarse en casa de un desertor. Avanzó hacia el enfermo y le preguntó su nombre.

- Abdón me llaman, contestó el otro, y padezco esta fiebre por no saber amar.

- Nunca pensé que la naturaleza pudiera descargar sus furores en un hombre por tan inocente falta. Ocurríaseme al contrario que las infracciones al amor eran más bien premiadas con exceso, que el vicio era sellado por un general, unánime, consentimiento... Su misma voz cortó de cabeza sus reflexiones.

- ¿Qué extraño es todo esto: pero... dígame, cómo?

- ¿Conoce Ud. a Ovidio?

- ¡No he de conocerlo! Soy lectora en alta voz del Ars Amandi.

El febriciente personaje se solazó de gusto. Indicóle con la punta de las manos el rincón más obscuro y distante de la habitación. Bárbara obedeció automáticamente su silenciosa orden y llegó así a un anaquel de donde extrajo, siempre en forma automática, un volumen de la colección Nissard de autores latinos. Abriólo en aquella parte en que el poeta se complace en describir el cuerpo de la amada. Pero como el otro, que hasta ese momento parecía dispuesto a oir, se revolviese furiosamente en las sábanas, Bárbara prefirió guardar prudente silencio, por lo menos mientras durase esa crisis.

- Si yo no quiero que me lean.

Miss O’Donell abrió los ojos en lo que sus músculos faciales se lo permitían. Ahora comprendía perfectamente los deseos del afiebrado personaje.

- ¿Quieres una demostración en la práctica entonces?

Desde aquel día la situación económica de Bárbara mejoró bastante. Podía enjuagar su boca con el dentífrico más fino, aun que después debiese utilizarla en oprobiosos menesteres junto a Abdón. Pero, ¡qué queréis!, la costumbre nos, va enseñando la manera de aceptar la inutilidad de otros gajes de la higiene y no por eso dejamos de glorificarla e incensarla a diario.

Mientras tanto, sin embargo, su fortuna manteníase invariable, pues mientras el termómetro que todas las mañanas aplicaba al enfermo marcase un centígrado de fiebre y no descendiese hasta dar por terminada su tarea, todo marchaba sobre plumas, caricias y, lo que es mejor, libranzas a la caja. Pero le era imprescindible, ante todo, precaverse de la dolorosa posibilidad de que Abdón recobrase la salud. Eso requería bastante fuerza de voluntad. Seguir el curso de los acontecimientos con atención, crear por todos los medios posibles un ambiente propicio a la fiebre. ¿Qué mejor para lograr ese fin que el ansia? Digamos de paso, para descargo de la conciencia de Bárbara, que ella no inventó nada. Fue el destino quien se puso de su parte, o para decir mejor, el eterno femenino de sí misma.

No podría privarme ahora del deseo que me absorbe de ensayar una pequeña fenomenología de la fiebre. Es ésta, a mi modo de ver, y traduciendo a un lenguaje de imágenes, el único que puedo utilizar por ahora, todo el resabio de mi ignorancia fisiológica, es esta, repito, un círculo cerrado donde el alma se mueve sofocada por la fuerza de atracción de la sed. Avivar, pues, esta sed, estimularla por todos los medios posibles, era la expedición más rápida que Bárbara pudiera tener entre granos. ¿Cómo lo hizo? Ya los antiguos describían ese medio, al colocar a Tántalo cerca de la fuente. Ser ella una fuente de recursos imaginativos, era una preciosa tarea que no se divorciaba con su índole y que Bárbara trató inmediatamente de realizar.

Los primeros días fue aquella una tarea fácil y casi agradable. Abdón cuya carne se había mantenido pasiva durante tanto tiempo, exigía poco de Bárbara. Pero el transcurrir del tiempo, la costumbre que hasta al placer lo consigue envenenar, le hizo arisco, extraño a sus primeras solicitudes, deseoso en fin de cosas ingratas y caricias feroces. A todas estas veleidades de su amante se sometió gustosa la hegeliana Bárbara; pero cuidándose siempre de guardarle un margen a sus deseos. Agotado ya por las visiones que el vicio presenta a diario a sus incensadores, Abdón convirtió sus inquietudes a nuevas ansias. Ya no era principalmente aquel deseo de vivir sobre el delirio, ni la mitad de su placer habitual, sino otra forma más feroz, la última planicie habitada del deseo de vivir la que complicaba sus actos con extraño; pensamientos y perversos ritos.

El ritmo de constancia a que había acomodado Bárbara su propósito de consentir a todos los deseos de su febriciente amigo, llegó a quebrarse y no porque esta acomodación perpetua a ese delirio ajeno le molestase en lo más mínimo, o, llegase a rebajar una pulgada de independencia a su deseo de vivir, sino porque los ritmos, aun los del placer, tienen por fin de vida una estúpida concesión a la muerte, a la vulgaridad o a la histeria, y porque lo que va conducido por el hilo de la conservación individual debe, tarde o temprano, ingresar a la zona del Todo. Ese aspecto maravilloso tiene la costumbre, lo previsto, lo planeado: termina siempre por dar de bruces en lo inacostumbrado, en lo imprevisto, en lo que no está sujeto a plan. Pero digo mal si afirmo esto en un terreno de absoluto, porque si bien es cierto que la naturaleza, tanto los cielos como los mares, no viven sujetos a plan alguno humano, también lo es que nada es tan estrictamente matemático como esos mismos cielos y mares que al parecer se enredan en los hilos invisibles del azar.

 

De Bouldroud, 1942