UNA HEROÍNA DE WALTER SCOTT

Nadie ponía en duda sus condiciones de soñador escéptico, nadie, ni siquiera quien le amaba. Bastaba conversar un rato con él, para cerciorarse de la extraña frigidez de sus facciones, de la helada distancia de sus ojos. Era rígido como un áspid. Como un áspid, en el momento del peligroso desarrollo; un áspid sobre la piel de Cleopatra, sí, eso era él.

Vivía entre los libros, domesticado por una pasión rabiosa, llena de símbolos. Veo monstruos azules, decía, afirmándose en el vano de una ventana. Esos monstruos, desfigurados por la luz violácea de cualquier atardecer, se confundían con sus sueños, aún con aquellos de más cotidiana índole, con sus gestos habituales, aún con esos de más humilde, utilidad. Solía despreocuparse del mundo  para vivir entregado al éxito de un portal, donde una niña, cuyo esplendor ocupa toda la calle, se lleva el decoro, la dignidad de los varoniles.

Antonio era así ¿Qué más podría exigírsele? Nunca esperó dada de nadie, ni de nada. Todo lo veía a través de un vidrio lúcido, de una preciosa aleación de angustia, rubor y triste sabiduría. Por eso no pensó en matarse cuando Marta, su novia, murió. Dejó pasar algunos días después de los funerales y continuó haciendo la misma vida de antes.

Ahora, metido entre las sábanas, mira la curiosa luz que deja escapar el edredón entreabierto. Ahí vive su novia, la verdadera, la única; ahí vive la niña que jamás cumplió lo rito de la naturaleza, madre de tantos vicios y esperanzas. En ese rincón prohibido se reúnen, como en un fabuloso bestiario, sus animales y costumbres. Allí está la mano que acaricia lentamente la pelvis dorada por un sol de fuego, la sien que late cuando la besan; están, también, los lobos que persiguen a los trágicos trineos, los pétalos que brillan como luces de bengala. Viven como en una isla, lejos de todo concurso humano, de toda salvación. Continúan prolongando esos momentos de la noche anterior a las bodas, cuando el novio encarga un ramillete de azucenas y la novia se mete en un bañe perfumado para despedirse de la doncellez.

A esa isla, que ningún náufrago puede solicitar, formada por el extraño resplandor de un muslo, de una ventana abierta hacia el espacio abierto y un tibio olor a carne humana, se precipitan los pensamientos, atraídos por un sortilegio, por una especie de imán cardíaco, guiados tal vez por la esperanza de gozar, allí, la vida, con entera y delirante libertad. Antonio descubre los claros contornos, el césped que el verano deposita con exceso, el labio inferior de la palabra honor, colgante sobre un labio delicioso. Y todo esto, lo opone al griterío comercial en que su vida ensordece, y en esa isla se refugia ahora, mientras Lola, compañera de placer por una noche, se desnuda lentamente, midiendo el tiempo que demora su ropa en caer al suelo para formar a sus pies un elegante animal.

Ahora él sabe que está ebrio; pero ebrio a voluntad, como el llanto, como lo pueden estar, sin duda,  los espejos en el día de los grandes tumultos. Sabe esperar que ella forme a su lado un montón de carne, de dulces olores y penetrantes pestañas. Sabe que, de súbito, esta masa inanimada se recupera y se incorpora al reino zoológico del amor. Basta un suspiro, entonces, para deshacer el encanto o para originar un placer más luminoso. Sabe, además, que esta medida del tiempo, llevada a sus consecuencias más insospechadas y remotas, se puede transformar en una persecución delirante a través de las sábanas, el cuerpo de la mujer acariciada y la noche que al lado exterior del cuarto se mueve y conversa rápidamente.

Tal vez sea necesario dar esa agilidad a la palabra tiempo. Desnudarse apresuradamente, hacer el amor detrás de una esquina, mientras lo policía no observa.

Antonio aprovecha el último segundo que le resta a su soledad, a su isla del fondo, del lecho.

Mira con atención y columbra en medio de la pequeña chispa porque otra cosa no es, a una niña que semidesnuda, contempla obstinada un objeto distante. Este objeto puede ser una sirena, puede ser un barco, una botella, una carta. Mira con inteligencia, como suelen mirar las mujeres después del amor. Ella ha visto un dragón transfigurado, su pulmón hecho paisaje, más allá de la ventana abierta. En la ventana hay un soldado con un largo mechón de seda sobre el hombro. Este mechón parece pertenecer a la niña pensativa. Es del mismo color de su pelo. Se pueden reconocer sus hilos diminutos. Pero ¿por qué el mechón de pelo no guarda relación con la estatura del soldado? Antonio trata en vano de esclarecer el misterio. Al intentarlo, atrapa sin darse cuenta las piernas de su vecina de lecho.

Lola está metida hasta las narices bajo el soliviantado edredón. Las manos se cruzan para despedirse. Antonio trata de besarla, pero no puede. Junto a esa persona, separable a voluntad de su destino, piensa con martirizante emoción en su novia muerta. Ahora mira con nostalgia.

Desliza la mirada en la zona de luz. Con destreza ha evitado el contacto con su amante. Allá la luz comienza a crecer como dirigida por un instinto de aurora. Mientras reverbera para adquirir mayor impulso y dignidad, el joven acaricia con la mano libre el dorso de Lola. Hay que sacrificar hasta el último beso por una niña que vive así, en medio de una amiba casual, de una pequeña ostra ígnea.

Ella se parece a Luisa. Antonio piensa en Luisa. No vayáis a creer que se trata de su novia muerta. Antonio tiene gustos sanos y naturales. Le repugna todo regreso. Esto de pedir al recuerdo un aplauso prestado es repugnante. Jamás puede salir la luz del espejo con la misma dignidad con que entró. Nunca, ni siquiera en los cuentos de hadas.

Luisa en sencillamente una heroína, no una niña que lee a Walter Scout. Luisa vive en su domicilio incógnito. Antonio mismo lo sabía cuando comenzó a amarla. Llegaba todas las noches a su casa, envuelta en un vaporoso abrigo de verano, y se iba, sin musitar palabra. Esas visitas terminaron por darle un sentido especial a la vida de Antonio.

Siempre se oye digredir sobre el amor. ¡Pero qué amor! Aquello semejaba un vértigo. Luisa manejaba su látigo amazona con terrible agilidad. En la casa de campo, hasta los perros saben reconocer y diferenciar sus dulces chasquidos. Detiene el ritmo del corazón en el instante preciso. Mide los suspiros que dejará escapar la boca, las amenazas ante una mujer culpable que suspira, también ella, arrodillada.

Reina tanta alegría en la casa. Los perros estiran las lenguas, los árboles, las hojas. Antonio suspira en medio de la gente. Esa noche, como tantas otras, la amazona detendrá su corcel frente a la casa. Y él podrá volcar, en ella, toda la sombra virgen, la sombra fértil que solivianta su cuerpo. Engreído en esa espera, no se da cuenta de la pequeña tragedia que a su lado se desarrolla. Una avispa ha muerto. Un león se ha convertido en girasol por circunstancias de acomodación al medio. Toda la tragedia que puede servir al cerebro cuando éste piensa en sí mismo.

Antonio debe esperar que la luz del día se obscurezca, gradualmente, para irse después a no sé dónde. Vive este momento de alegría con su madre, con sus hermanos, todos listos para marchar a un paseo campestre que los llevará hasta una caída agua que existe cerca. Esa caída de agua es un poco parecida a los ojos de Luisa cuando los nimba el gusto, el placer. Sus hermanas baten la vainilla en el postre. Su madre pervierte a las gallinas con un lenguaje de vieja sentimental. Antonio, sin embargo, sonríe. Luisa en la noche es un vicio opuesto, un aire que cae directo a la zona vacía.

Sin embargo, aclarémoslo pronto, Luisa no existe. Tampoco existe Luis, el delirante, Ellos sirven a la trama de un idilio que jamás comienza. La amazona es una niña del vecindario que algunas veces se acerca a conversar con sus hermanas. ¿Es ella, acaso?, Luisa Tampoco lo sabe.

¿Conoce, acaso, el disfrute que produce la mano con su contacto ardiente? La noche última la pasó entre los despojos del delirio. Un bacín de noche lleno de fósforo. La sirena del fósforo... si... tal vez. Ella sigue una carrera que nadie interrumpe. Sale a través  un mar de blondas, del océano perfumado de sus pelos de la negra enemistad del lecho y el trabajo. Antonio observa con qué rapidez sus hermanas se cambian de vestidos y se preparan a salir. Dentro de la casa quedará una niña enferma. ¿Es ella Luisa?

Cuando todos salen Antonio regresa al cuarto. Aprovecha los momentos libres que el azar le facilita y, con cautela, abre la puerta de la pieza.

-         ¿Eres tú, Luis?

-         Si, soy yo, amor mío.

Ella entonces le comunica noticias espeluznantes. El reino pide auxilio a las potencias europeas, madrinas naturales del nuevo Imperio: pero nadie lo ha querido socorrer. Todos saben que estas islas, acabadas de separar de una gran república, a pesar de su honestidad de islas solitarias y casi vírgenes no podrían conseguir ningún empréstito, porque no podrían servir los réditos exigidos. El convenio, después de todo, según asegura la voz de Luisa (¿ ?) está implícito en los tratados anteriores. Las islas deberán ayudarse por si solas. Mirad, si no el ejemplo de Inglaterra. Su procedimiento marca una fortuna a las islas de buena voluntad.

Los dos piensan en la amazona. Los dos han visto trasfigurarse hasta la anarquía los rostros de los amantes. Exigen una prueba perentoria. Necesitan saber que, entre ellos, no existe un archipiélago. Un amor y un archipiélago y la amazona que los cubre a todos con su blanco delantal. Los dos afirman que la necedad, o sea, el vicio que corresponde a un rédito no obtenido después de la concesión  un pingüe préstamo, convierte a las personas corrientes en personajes de folletín, de esos que aparecen los Martes o los Jueves a voluntad de un imaginario proveedor. Se retuercen para girar el tornillo del éxito. Nerviosidad así, ni en esa isla...

Que brilla en medio de las sábanas. Que el muslo de Loa ha borrado y cegado casi por completo. Antonio continúa por inercia óptica examinando su ligera ebullición. Es el medio al alcance de los sonámbulos.

¡No me hablen de hipnagogia, porque no es eso!

Existe un verdadero resplandor en los ojos del dormido que anda. Parecen linternas de un mundo ajeno.

Antonio destroza esta imagen y gira hacia su amante el abandonado cuerpo. Lola tiene a veces un augurio cuando duerme. No se trata de una nueva ilusión óptica. Hubo instantes en que la esperaba despertar diciendo:

Par délicatesse

Jai perdu ma vie

Intenta dormir de nuevo para rescatar la fugitiva imagen.

En tiempos de la vendimia conoció a la amazona. En casa, la hermanita enferma porfiaba por defender el imperio. La amazona continuaba avanzando a través de un piélago de uvas. Era un prodigioso mes de Marzo, aquél.

Así se conocieron y así aprendieron a amarse. La hermanita enferma ahuyentaba las miradas de los dos. Fuerte olor a estiércol, olor a mano. Aquel día pasó rápido, entre labios azules, ojos desviados, corazones sin pensamientos. Se desvanecía como en el sueño de un opiómano. Antonio imaginábala en el claro de los bosques, agitando una varilla de virtud. La niña voló en derechura hacia el ámbito más obscuro. Ahora, en el recuerdo, comenzaba brillar como una isla de diamante en una isla de diamante.

Mientras tanto, pasaba siempre la mano por el dorso cálido de Lola. Pero, ¿es ésta la mujer ansiada? Miró su boca entreabierta. No, no era esa…

-         En qué piensas, amor mío?

Luisa, en vista del peligro y de la falta de ayuda, había pensado esconderse en el sótano más lóbrego del castillo. En la negrura de ese sótano se escondían los fantasmas de la isla.

Pero este continente tan decidido a no prestar ayuda! Los cablegramas se sucedían violentamente. Comunicaban, uno a uno, los desastres producidos. Sólo se oía un grito:

- ¡Es necesario huir!

Los preparativos se hacen en silenció. Luis, sentado frente a una mesa, escribe una carta. Luisa se desnuda lentamente. Es necesario borrar astutamente los restos de su larga estada en el castillo. El gran mayordomo borra, apresurado, con una escoba, su propia imagen en las cornucopias vacilantes de la capilla. Sólo queda una vaga imagen que atraviesa las sábanas en dirección oblicua, imagen que cae con fuerza cegadora en una miga de pan, resto del último desayuno.

La isla, con prodigioso impulso, desciende al fondo del océano. En el océano habita la luz prendida a los ojos de los grandes peces. Todos llegan atrasados al festín. Un tiburón famoso, nacido en un lejano país de escarcha, se complace en escarbar el légamo del suelo. Ha sido necesario trabajar durante algunos días para minar esa furiosa superficie cubierta de conchas y moluscos de espantosa forma. Cuando todo está listo, la luz se desvanece. Un breve choque en el brazo ha sido suficiente.

- ¿Qué te pasa, amor mío?

La voz llega desde un confín remoto, como hecha de nieblas.

Luis regresa a la alcoba con una vela en la mano. Pide disculpas a Luisa por su retraso y se mete al lecho. Líbrenos la deliciosa pareja de insistir en lo que hicieron. Sólo, diremos que, a la mañana siguiente, aun conservan delatoras huellas de cansancio.

No obstante, hay que huir, huir… pero… ¿hacia dónde?

Las mujeres ya no pueden convertirse en estatuas, aunque miren hacia atrás. Han abierto la ventana y una ola de perfumes, las empuja nuevamente al éxodo.

- Pero, ¡cómo! ¡No hay dinero!

Sus lágrimas se juntan al besarse. Siempre queda ésta receta para aumentar el volumen de una lágrima. Es lástima que dentro de ella no se pueda meter un mundo, un caja de rapé, una carta para echarla a rodar hacia abajo, en dirección a la ciudad perdida. Los adolescentes no saben sino llorar. Son tos últimos descendientes de la dinastía amenazada. Cubren los cuerpos con el edredón ajado y surge la luz. Ella es una clara semejanza con la alegría que allí se extingue. Sus cuerpos se petrifican. Podrían dormir cien años, mil años quizá. Pero el estado actual del mundo no se los permite.

Luis salta otra vez del lecho. Sus coroneles se han reunido en el jardín a deliberar. Parece que el estado mayor ha decidido entregarse. Sus manos sueltan la paloma de la paz. Esta regresa con una daga entre las patas.

Al levantar los ojos al cielo, descubre que ya no hay esperanza. Las islas se desmembrarán en una lucha hosca, sin gemidos, como dañadas por un tumor maligno.

Las islas no serán más los jardines del Imperio.

Antonio recuerda a la amazona. Aquella tarde, cuando su hermanita se levantó, hablaron por primera vez de Luisa. Los dos conocían su existencia por un manuscrito hallado por casualidad en el sótano de la casa. Cuando la amazona les comunicó que ella también había pensado muchas veces en el destino trágico de los jóvenes del castillo, Antonio se conmovió de veras.

- Pero, entonces, ¿esa isla ya no existe?

- No, le contestó la niña, ya no existe.

Pero es necesario que vayamos a buscarla, aun a riesgo de nuestra propia vida...

La hermana contestó que ella, en medio del delirio provocado por la fiebre, había tenido un sueño singular. Se había visto en la misma pieza en que dormía, cubierta por una luz finísima, que invadía su cuerpo, proyectándolo en la pared como en un ecran de cine. Este cuerpo, desposeído así, por la extraña expedición luminosa,  de toda capacidad corpórea, o sea, sin desplazar en nada el fondo de algunos cuadros colgados en el testero, formó una imagen muy semejante a la que siempre había atribuido a Luisa. Esta imagen que, de pronto, cobró una existencia independiente, se había lanzado en brazos de Antonio que en esos momentos se hallaba en el cuarto. La muchacha, un poco avergonzada, rehuyó una posible intención incestuosa de su sueño, agregando que, aunque por cierto era aquella su imagen, no era por cierto su voluntad la que la guiaba en tan insólita aventura.

- Veréis, les dijo, era yo misma y no lo era.

El joven miró a la amazona sonriendo sospechosamente. Esta al erguir la cabeza, tenía los ojos llenos de lágrimas.

- Yo soy Luisa, dijo. ¿No ves que te amo.

Ante esa declaración su hermana soltó la risa. Era un poco torpe para juzgar a los demás. Siempre creyó que esta muchacha, vecina de ellos en el campo y más tarde en la ciudad, podría ser una excelente novia para su hermano pero nunca la creyó tan ingenua. (Las novias de su hermano eran sus rivales endemoniadas, echadas a vivir por culpa de un convencionalismo imbécil). Con desprecio se hizo a un lado para protegerse de tan repugnante contacto.

- ¿Luisa? Tú te llamas Marta.

Enterrado en  las sábanas vio otra vez la isla, y en la isla, el castillo. Luis revistaba las tropas. En estrecha formación pasaban los granaderos, los coraceros, los cazadores. Reducido ejército, por la vida, para sostener el avance de tan numerosos enemigos. Un radiotelegrafista le pasó un recado: Imposible enviar refuerzos.

Arruga el papel y lo echó a la acequia. Al dar vuelta la cara notó el semblante decepcionado de sus hombres. Echó a caminar hacia el castillo. Primrose, uno de sus pajes, le detuvo:

- Las muchachas quieren irse...

Un estremecimiento de terror invadió su espíritu. Hasta sus mujeres, sus placeres, lo abandonaban. Luisa, quizá ella también, deseaba partir. Desesperado se tiró a una hamaca bajo tan árbol.

Las tropas se acercaron con curiosidad a ver al jefe que tan lastimosa crisis sufría. Poco a poco, guiados por un tácito impulso cantaron una canción de infancia, motivo musical que había alegrado siempre el corazón de Luis. Este, envuelto en tan liviana melodía soñó con su pasado y llevado por este sueño atravesó grandes galerías húmedas que lo condujeron a una población desconocida. Ahí vivían dos familias ejemplares. Las hermanas les hacían el amor a los hermanos y el padre vivía en libre placer con sus hijos de todas las edades. Pero, de pronto, la luz se hizo. Una joven se acercó a la familia vecina y se enamoró de uno de los donceles de la casa y lo hizo suyo. La joven era alta hermosa. Galopaba sobre un poney irlandés. Esa dicha durará poco, pensó el durmiente, y así fue. Sin embargo, él no tuvo conciencia exacta de lo ocurrido. Su sueño fue después una masa confusa acarreada por sombríos deseos, una ola de sangre que al juntarse con otra ola de sangre se confundía en una marea de indescriptible horror.

Al despertar se vio sólo. Todo había pasado con la ola de humo que dejó la sangre al coagularse. Los soldados se habían retirado.

En cambio Luisa, desde la torre, inmensa torre del terror, le hacía guiños. Luis se acercó al castillo sin atreverse a distraer la atención de la joven que en realidad en esos instantes estaba fija en la distancia, en el paisaje resplandeciente. Una voz viva le quemaba las pestañas. ¿Cómo podía existir el sobresalto, la inquietud en un país de tan pródiga riqueza? ¿Sería necesario que, para que ésta existiese, el terror hundiese sus garras de buitre en el corazón de sus habitantes? Reflexiones de diversa índole comunicaban al estado físico de Luis una mortal pesadumbre, limítrofe al delirio. Sus años de niñez en un mundo de encantamientos, donde todos se podían orinar en la ropa y hundirse en una feroz, aunque ingenua coprofilia. Todo eso, acompañado a la emoción producida por el sueño, hacía que Luis perdiese más contacto aún con la realidad.

A tientas, ya era de noche, atravesó la sala de armas. Esos eran sus antepasados, sus abuelos remotos y desconocidos. Ellos conocieron el bienestar mas no la dicha. Daría todo el oro del mundo por sostenerme una hora en el patíbulo. Se grita, pero da gusto. Luis pasea la vista por los patinados cuadros. El no es un personaje de Bourget después de la muerte del padre idiota. A nuestro lado, piensa, las cosas deben arrastrarse con cierta cólera. Antonio se da cuenta, de repente, que Luisa ha seguido un pensamiento que no es el suyo, que es talvez el pensamiento atmosférico de la isla, proveniente del cerebro del lecho en que descansa: Luis no puede despreciar a los jóvenes provincianos. El mismo es un ejemplo de la gente provinciana que sufre. Todo su derroche de energía para defender el castillo es una muestra de exaltación lugareña, hostil a la marcha del progreso y la ciudad. ¿Cómo, entonces, oponerse a esta fuerza espiritual que desencadena en su interior una verdadera asamblea de elementos heterogéneos y violentos? Imposible decidirse entre dos mundos que pasan volcados al mismo objeto. Aunque la atmósfera se hiciese de gelatina y las manos se transformasen en manos de plasmador genial, nunca se podría copiar lo que hay arriba, abajo. La fórmula mística miente.

Luis huye a su dormitorio. El todas las noches piensa en otro Luis, más dispuesto a la lucha. Este Luis, mucho más grande que él, habita el centro de la tierra. Su Luisa no es como la suya. Ella es la verdadera hija del fuego. La única que bendice con su contacto maravilloso. El desgraciado príncipe piensa en ella.

Fina concha, del más lúcido esplendor, cubre su cuerpo. Un montón de dardos, de luces, de flores hay en su cerebro. Es el mundo humano comunicado al ancho y tenebroso mundo mudo de la especie, del reino animal, del reino vegetal, del reino mineral, del sino estelar.

Su espíritu, ya que no su cuerpo, desciende por una escalera de caracol disimulada en el muro. Esa escalera en realidad no existe, la ha creado su imaginación con un fin desconocido. Luis sabe mejor que nadie lo inútil que resultan esas salidas secretas.

Ninguna bella amante vendrá por ellas en la noche a consultarnos sobre la consumación de un dulce crimen. Además, el lacayo fiel puede huir por esas puertas con la vajilla de oro.

Las muchachas entre tanto espían la hora para huir del castillo.

La noche fría, húmeda, viscosa, como el ojo de un reptil. La lámpara de mano descubre su alucinante imagen. La llama afilada del candil atraviesa con crueldad el sitio obscuro. Las muchachas caminan por una rampa oblicua que desemboca a un foso donde un barquero espera. A lo lejos, se diría que Blondel, el trovador favorito de la reina sigue cantando sus últimas estrofas a Ricardo Corazón de León. El sonido de su vihuela lo transmite un parlante colocado ad-hoc en el patio. Los guardias conversan y un gallo canta.

El castillo, cortado con cincel brutal, surge asombroso en la penumbra histórica. Antonio apenas puede divisarlo entre las llamas que rodean su precipicio. Un movimiento  Lola, a su lado, acelera el incendio y cambia la perspectiva de sus pensamientos.

Aquí está la amazona. Se llama Marta. Ha vivido siempre junto a su casa. Antonio piensa en lo que pudo haberle dicho entonces. Nunca se atrevió a decirle nada. Nunca. ¿Para qué engañarse?

- ¿Se puede entrar?, decía ella.

El postigo se entreabre y el caballo salta con suavidad sobre la alfombra. Al ralentí como en medio de la niebla. Sus manos rodean el cuello de la niña que cae entre sus brazos salvadores. La noche aprieta los estribos, los colores cambiantes de sus bridas alucinatorias. El placer corre libre por la estancia. Derrama el contenido alcohólico de la madera, de los retratos, de la mesa de noche, del gato que sube hasta el tejado a decorar con su rabo enhiesto el perfil de la obscuridad. Marta, la amazona cae al lecho, donde la isla de diamante la espera ansiosamente.

- Dime, amor mío, ¿qué te ocurre:

La isla del fondo del lecho continúa brillando. Con más fuerza, con más imperio. Las otras islas se han desvinculado del resto del archipiélago. El país de Luis está en guerra. Las generalas suenan por todas partes. A la escarcha se une el rugir de los cañones y la lectura apasionada de los soldados. Tocaos leen cartas  sus novias. Algunos en los momentos de reposo leen novelas de guerra. Luis suplica a los hados que le quiten la vida. Sus mueres han huido al campo contrario y hoy divierten a los generales del imperio en revolución. Solamente ha quedado Luisa; pero se advierte en su rostro una vaga nostalgia de no haber seguido a sus compañeras.

Por último pide a Primrose que la acompañe en la noche tormentosa. Siguen un sendero tortuoso, bajo la lluvia. Luisa envía un saludo al amante abandonado. No puede sacrificarse. Conoce hasta el hartazgo qué dolorosa antinomia supone el amor. Es necesario huir antes que esos feos hombres del Norte la agobien con su saliva infame. ¡Es necesario huir, Primrose, huir, a todo precio!

El pajecito la guía por la inextricable ruta. Junto al océano esperan al barquero que los ha de conducir al continente. Retroceden asustados. Un hombre avanza hacia ellos. Es Luis. Ella trata inútilmente de excusarse. Unos momentos después es entregada a la guardia que la encierra en un calabozo. A Primrose le sacan los ojos a su vista. Después es degollado en el subterráneo del castillo.

Un nuevo movimiento de Lola adquiere en Antonio una importancia fácil de concebir.

Su hermana continuaba enemistada con Marta. Se trataban con palabras de zalamera amistad, pero en el fondo se odiaban. Cierta vez le dijo:

- Esa mujer me espanta.

Y entró en dudosas explicaciones. Se decían cosas horribles de Marta, que era mala, que era puta, que era bruja en fin.

- No me hables más. Eres una infame.

Julia se asustó. El insulto no le hacía daño, no; pero ¿por qué tan feo gesto? Sí, de veras, Antonio, la asustó. Nunca le había creído capaz de reaccionar en esa forma, tan, ¿cómo decirlo? violenta. El muchacho pensó:

- Lo hago por ti, Luisa.

Esa noche la amazona lo visitó de nuevo. Venía como siempre en su caballo blanco.

- Cásate conmigo, le suplicó, en mi casa sufro mucho.

El se lo prometió enérgicamente. En realidad allá en el fondo de su alma, repugnábale casarse. Pero era la única manera de huir con Luisa de las islas, de recibirla de brazos de Primrose antes que la voz de Blondel llegase a oídos de Luis y lo despertase.

- En mi casa existe una tragedia. Mi madre es un marimacho extravagante. Y a mi me duele aquí, agregó sonriendo.

La extremidad, de su mano izquierda se colocó suavemente sobre su pecho. La respiración anhelosa y la palidez de su rostro le hizo pensar por un momento que ella se moría. Corrió angustiado a sostenerla; pero la visión se desvaneció entre sus brazos. Al despertar recordó pensativo los extraños sucedidos de ese sueño.

A la mañana siguiente fue a verla. Marta le esperaba en el corredor de la casa. Le hicieron pasar a una sala donde un reclame de las virtudes de la vid fue lo primero que cautivó su atención. En ese cuadro se enumeraban las ventajas de la uva. Decía, por ejemplo: un kilo de uvas reemplaza a cien kilos de tomates, a dos kilos de patatas, a tres kilos de cebollas. Toda esa gastronomía incitante era un ordenamiento casi poético en el talle de Marta. Allí había naturaleza, vino y flores. Una naturaleza cansada de ser natural y que buscaba atolondradamente una expresión en la poesía.

El codo de Lola lo distrajo por un momento. La luz seguía brillando en su sitio. La isla, no había temor, estaba siempre ahí. Después pensó en la amazona y en lo que esa tarde se dijeron.

- Yo la quiero a Ud.

La muchacha sonrió aquiescente. Sí. A ella no le desagradaba aun más. Confirmó la declaración de una tarde, cuando se identificó con Luisa, la infortunada princesa de la isla, y le pidió que la tomara en serio. Antonio juró que él siempre había creído en la veracidad de sus palabras, que no existía ningún motivo, por otra parte, para que se pudiera dudar de ellas.

Transcurrieron días de intensa felicidad. Antonio y Marta eran Luis y Luisa antes del desastre que motivó la ruptura. La boda se había fijado para dentro de algunos meses y en las dos casas todo el mundo la esperaba con alegría. Todos, menos Julia. Ella no podía aceptarla. En vano el joven, menos rencoroso que ella, intentó una explicación satisfactoria. No pudo conseguirlo. Julia lo miró como iluminada por un astro interior.

- Luis y Luisa eran hermanos.

No es preciso concentrarse. Las luces del castillo se han apagado. La voz de Blondel también En la triste mansión todo debe ser tristeza. Allí donde las venas se calentaron en extraños y muchas veces impares impulsos, ahora es necesario que reine en todo su esplendor la tragedia. Luis llega con un puñal en la mano a la prisión de su antigua amante.

Esa será la noche de sus verdaderos esponsales. Primero el amor, después la muerte. Su cuerpo asume todas las posturas del placer. El bebe en ese foco de engaño, saliva y tedio que es su boca. Nadie comprenderá mejor que él ahora, la significación de la muerte. Es un pavor con alas de murciélago, un secreto que se guardó con porfía y que a última hora a nadie sorprende. Todos entonces se retiran decepcionados. Es siempre menor el suspiro al efecto que produce. Este jadeo dulcísimo de Luisa cae como agua en un fierro caliente. Las gotas chirrian y un vaho color verduzco se escapa por la boca del amante. Una mujer corre y levanta la tetera. Ese té lo prepara la mano de una mujer enlutada. El luto cae por su cuerpo desnudo como una caída de tinta en un paisaje de mantel. Este beso de ahora será el último, pero quizás el primero en que el alma presta su concurso íntegro. Ellos no creen en la separación de alma y cuerpo. La admiten en cuanto funcionalidad exclusiva de cada elemento, así como en las ecuaciones de álgebra, algunas veces el elemento A, según lo prescribe el operante, juega un rol de elemento B. Dentro de esa metafísica del beso o como quiera llamársele, los elementos se confunden, se diluyen y algunas veces terminan por pedirse prestadas sus respectivas funciones. El amor se haría más cruel, más intenso y más sombrío si sólo interviniera la inteligencia. Ahora ellos se despiden del cuerpo y hacen que la cabeza los ayude a despedirlo. El puñal sobre la mesa es un hermoso paisaje.

Con ese puñal se podrá cautivar tu corazón, felina Luisa, que hiciste traición al dueño de tu alma.

- ¿Qué pasa, amado mío? ¡Despierta!

Lola lo sacude. Antonio suspira. La isla parece por momentos que desaparecerá en la superficie blanca. Antonio cree que todo depende de la fuerza de su pensamiento para que ella viva sin languidecer.

Sin languidecer como Marta que poco a poco fue enfermándose sin que nadie, a causa de la misiva lentitud del proceso, lo notara.

Luis, por otra parte, había dicho a Luisa, antes de matarla

- Sí, soy tu hermano, y te amo.

Y hundió el puñal en el seno de la adorada. Su sangre brotó en forma de un alegre surtidor. Es siempre agradable mirar la sangre en el cuerpo amado. La limpió con la manga de la chaqueta y salió de la habitación. En ella quedó Luisa. Su cuerpo servirá de cuerpo a las serpientes para sus violaciones nocturnas.

Antonio, con los ojos inyectados, la mira a través de la isla que ahora flota, como una hoja de diamante, en el lecho que desborda. Sus axilas que servirán de alero a ciertas golondrinas que viajan por las distintas latitudes del ataúd buscando los veranos de la muerte. Sus muslos como ríos de lienzo, como caídas de ropa en la noche apta a la caza de los murciélagos. Sus labios que perduran una sonrisa sin color. Mira la escena y se refugia junto a Luis.

- ¿Quién eres? le pregunta este.

- Yo soy la sombra errante.

Antonio cae a sus pies. No puede resistir más. El no ama a Marta. El no ama a nadie ya. El ama a Luisa. ¿Por qué la mataste, despiadado? Luis lo mira con asombro. Después le pregunta:

- ¿Ha leído Ud. a Maeterlinck?

Antonio, sorprendido, no contesta.

- Pues, léalo.

En el castillo hasta el último festón tiembla balanceado por el huracán. El cañón no descansa. Un soldado pasa frente a la habitación con un corazón ensartado en la punta de la espada. Luis se mira en el espejo, tiene sueño y piensa en otro hombre. Ese hombre pensado por el vive innato en el seno de una mujer.

Antonio quiso explicarse el consejo del príncipe Maeterlinck o... Ese señor no podría interesarle... Releyó sin embargo sus obras y cuando menos lo esperaba encontró la clave. Era una frase cualquiera, un relleno literario vulgar, de esos que llaman muletilla los oradores y que en literatura dejan con la boca abierta a los imbéciles. Antonio se dio cuenta de que acertaba por una especie de instinto o intuición que lo acompañó durante la lectura de todos esos volúmenes. Esa intuición lo hizo hallar en las últimas páginas de “LHóte Inconnu” la frase que lo liberó de leer el resto de las obras y le dio la clave buscada. Al día siguiente rompió su compromiso matrimonial con Marta.

- Qué tienes, amor mío

Antonio no quiere moverse. La luz en el fondo del lecho, erguida como un tallo demasiado débil, apenas se sostiene, El sabe que la isla terminará por desaparecer. Esa noche fue la fiesta del tumulto. Cuando el castillo cayó hecho escombros, el también cayó hecho escombros. Su hermana lo había mirado comprendiendo todo.

- ¿Has comprendido, al fin

Es inobjetable que al destino también se le desafía con una sonrisa. Eso fue lo que hizo Julia cuando Antonio cayó a sus pies. Todo, absolutamente, todo.

Los acontecimientos tomaron un impulso inusitado. Estaba aún Antonio arrodillado ante Julia, cuando la madre de ambos apareció en la puerta. Abarcó la escena de una mirada y se retiró tan silenciosa como entró. Apenas si se escuchó una pequeña discusión en el pasillo. Luego, la voz del padre:

- Eso no es sorpresa para nadie.

Esa misma tarde Antonio salía del hogar. Ese fue el comienzo de una nueva vida para él. Ya el castillo destruido, Luis se había refugiada en una de las murallas donde desde antiguo existía una cavidad secreta. Ya no existe Luis, ni Luisa, ni el paje Primrose. Ya las islas no serán más los jardines del Imperio.

El imperio al desmembrarse ha hecho de Antonio incestuoso, un criminal. Marta ha fallecido de una afección al pecho.

Antonio escribe inconsolables, interminables cartas al Presidente de la República, pidiéndole que lo ayude a rescatar el imperio de las manos facciosas. Sus amigos lo abandonan. Ya no sabe ni para qué vive.

Su hermana Julia le ha escrito una carta admonitoria. Ella ha seguido la novela hasta donde es permitido por la moral y las buenas costumbres solamente.    

“Es necesario, hermano mío, que comprendas que la vida es distinta a lo que se sueña. Tú eres un sugestionado, un envenenado por una gran ilusión. Vuelve a casa. Todo el mundo está dispuesto a perdonarte.”

Antonio piensa en sus padres con una sonrisa escéptica. El imperio lo espera con sus islas prodigiosas en el fondo del mar. Su padre te escribe cartas amenazantes. Lo encerrarán en una casa de salud. Julia insiste. Todo el mundo está dispuesto a perdonarte.

En su trayectoria hacia el vicio ha encontrado a Lola, la mujer que ahora lo acompaña en el lecho. Esta es la última noche que pasará en el país. Él conoce su situación mejor que nadie. Es preciso salvarse a toda costa. Pero para eso, es preciso también, marcharse, huir lejos. Lejos de Julia, de la tumba de Marta, a un país donde las camas no tengan islas de luz, donde su ilusión, su pensamiento, su corazón entero pueda hallar una actividad factible y provechosa. El mapa gira aceleradamente en su cerebro. La amante lo mira con curiosidad, con tierna curiosidad.

- ¿Qué tenías, amor mío? ¡Te he visto soñar tanto tiempo!

Antonio abre los ojos y con voz desvanecida:

- Sí, mucho tiempo. Quizás más tiempo de lo que tú te imaginas.

 

De Bouldroud, 1942