EL ROSAL VERTIGINOSO

En aquellas rosas fuera de tiempo, que comenzaban a florecer ágilmente en los maceteros que le había regalado a Ema el año anterior, reconocí la vitalidad grosera de mi alma de puerco que por medio de una influencia mágica traspasaba hasta las cosas de mi ambiente. No puedo pintar la impresión desagradable que aquello me produjo. Tenía a honra, y aún sigo teniéndolo, el reconocerme con cierta autoridad espiritual sobre el mundo que circula a mi alrededor; pero confieso que en lo concerniente a Ema habría deseado más sobriedad y ponderación en mi simpático poder. Ella era demasiado tierna y tímida para que esa masa de calor evadido de mi ser no la aplastase. Por eso, al comprobar que esa masa de calor, o de frío, como quiera llamársela, se ejercía también sobre los delicados tejidos de una planta, fruncí el entrecejo y quise rescatarla inmediatamente.

- No se lo permito, me dijo Ema. Es muy difícil conseguir un crecimiento tan extraordinario, y aunque no fuera nada más que por mera curiosidad, no le devolvería a Ud. las cosas.

Después de una infructuosa batida que duró más de media hora, y que terminó como casi todas nuestras reyertas en apretados besos y enloquecedoras caricias, prometí dejarla en paz con sus flores y no hacer nada por arrebatárselas.

- Yo me explico, contentó imprudentemente Ema más tarde, ese interés por despojarme de las rosas. Hace un año que me las trajisteis, asegurándome que su vista me consolaría de vuestros errores y maldades, y ahora queríais llevármelas.

No me atreví a confesarle la desagradable impresión qué me producía el extraordinario metabolismo de esas plantas. Carezco de imágenes para describir en forma visible y corpórea el por qué de esa impresión. Acaso, sin quererlo, relacionaba el crecimiento de las rosas al de mis propios deseos. Tanto en ellas como en mí, las fuerzas obscuras del egoísmo se ocultaban traidoramente bajo encantadoras apariencias; en ellas el veneno de sus púas, en mí los buenos sentimientos, todo esto mezclado en forma de lograr una alegre y botánica confusión. La combustión arbórea de esos pulmones de madera y la digestión oculta de mis peores apetitos bici podían en cierto modo identificarse, como sus pétalos risueños a mis lisonjas y caricias.

Desde que inicié esa amistad con ella, esa amistad que ahora me permitía separarla del mundo, envolviéndola en una especie de neblina mágica, todos mis esfuerzos concurrieron a seducirla. Es pesaba que en el transcurso de unos pocos años vería coronado mis deseos con el éxito y en el ínterin trataba de escudar estos propósitos con los más nobles y desinteresados conceptos que hayan escapado de conquistador alguno. No era ella tan confiada, sin embargo, como para no advertir que algo ferozmente innoble pesaba sobre mi alma. En esas horas de intimidad que de vez en cuando me concedía, no su cálculo, sino su exquisito candor, establecía confinaciones absurdas.

- Es Ud. muy rico, me decía, y yo muy pobre

- ¿Y qué importa eso?

- Sea Ud. realista, agregaba, ¿cómo podremos entendernos?

En vano le repetía que aquellas diferencias eran ya supeditadas sin esfuerzos. Ema, posiblemente se valía de esas objeciones como de un subterfugio para entristecerme más y así apoderarse de mi alma. Porque si semejanza alguna pudiera establecerse entre los dos sería esa. Ella trataba de captar mi espíritu, haciendo de mí un animal cristiano, y yo, sin comprender sus acaso relevantes condiciones espirituales, esperaba hacerla mía, corporalmente, sin importarme lo demás. Esta disparidad de opiniones, motivos y propósitos nos separaba más de lo que una amistad tan íntima y prolongada permitía; pero, qué queréis, ambos exagerábamos y ambos, por eso mismo, nos equivocábamos. ¿Seria ella tan hermosa como mi deseo lo exigía? ¿Estaba mi alma llena de esas vagas energías con que Ema pretendía hacer de mí un arrepentido clamoroso? No lo sé. Esos hechos pertenecen a una época ya muerta y ahora casi no puedo darme cuenta en qué época de matices vivíamos que nos engañábamos en esa forma.

La llegada de los diarios anunciándonos las persecuciones de los cristianos en Europa, como consecuencia inevitable de la guerra, proporcionó a Ema un motivo de ataque en contraría.

- ¿Es Ud. partidario de esas odiosas persecuciones?

- La era cristiana está por terminar, amiga mía, respondí. Mi odio al cristianismo algunas, veces me hacía ver fantasmas. En cada acontecimiento un mensaje, en cada eclosión del atar un aviso. Eso es lo que podría llamarse el misticismo al revés. Seguramente proporcionado por la soledad larvaria de mi alma.

- Mira, me dijo, y fue la primera vez que me tuteó, ¿crees tú que ignoro el secreto de estas flores?

Eres fuerte y derramas esa fuerza por los mil poros por donde transpira tu alma de puerco; pero yo, ¿entiendes? y conmigo esa adorada religión que tanto venero, resistiré a las fuerzas de la bestia.

- Vacilo en creerte, le dije. Esa mención del apocalipsis me turbó extraordinariamente.

Mientras nos significábamos estas cosas en el patio del hotel en que alojábamos desde hacía un mes, y al que íbamos regularmente todos los meses de verano, acompañados de su madre y de su hermana, los pensionistas se paseaban comentando los sucesos de la guerra. Uno se acercó rengueando hasta nosotros. Traía en la mano un papel. Lo indicó temblando.

- ¿Qué le decía yo a Ud., señorita? Esta guerra no respeta ni a la inocencia.

- Desgraciadamente, respondióle Ema, pero, ¿por qué me dice Ud. eso, doctor?

- Porque, y su semblante hizo una  mueca que quiso ser de condolencia, porque las hijas de nuestro amigo el general han muerto.

- ¡Han muerto!, sollozó mi amiga. Dígase, señor Amorín, cuándo, cómo y por qué murieron...

El señor Amorín, doctor en psiquiatría, famoso por sus trabajos sobre paranoia desértica, y a fuerza de lo cual muy comprensivo, sonrió con dulzura infinita, tratando de dar a su cara siempre atónita el resplandor de una dulzura imaginaria. Sin duda alguna trataba de simular un piadoso sentimiento inexistente en su alma fría.

- No sé cómo ni cuándo. Es difícil poder establecerlo. Sólo sé que leí sus nombres en las listas que llegaron enviadas por la Embajada desde Londres.

- ¡Qué horror!, exclamó Ema, esas niñas son las mismas que educó mamá, que guié yo a dar los primeros pasos, que jugaron con Inés...

- En cuanto a lo último, prosiguió Amorín como persiguiera do una idea fija, referente a por qué murieron esas encantadoras niñas, no podría, aunque quisiera, respondérselo.

Una idea fantástica cruzó por mi cerebro. Siempre había creído en esa doctrina gnóstica que fija la relación o correspondencia, que existe entre los grandes sucesos y las mínimas contingencias de la vida cotidiana. En ese caso, la muerte de esas sonrosadas chicas, a quienes había conocido en casa de la madre de Ema, unos años antes, podría explicarse por la falta de coordinación existente en ciertos actos. A la lógica formal oponía yo una lógica de formas vivas, o sea, la visión de un mundo corporal, de un mundo símbolo. La muerte es una cosa dirigida, medité con sobresalto.

- ¿No podría pensarse, doctor, le dije, a manera de chanza, que esa pregunta es la única importante, establecido que si ella queda sin respuesta, las otras no son nada más que de puro valor informativo y local, sin importancia?

Ema me quedó mirando asombrada. Más que la extraña sintaxis de mi pregunta la sorprendió el tono en que ésta fue proferida. Un pálpito raro me dominaba. Como cuando, cada vez que la proximidad de un peligro en la infancia podía ser medida por el avance circular de las manecillas de un gran reloj de péndulo que había en casa, y ese, tiempo, transcurrido por decirlo así, deslizándose por una pendiente de terror, se incorporaba a mi sangre añadiéndole un maligno elemento de desencanto, así me sentía ahora, niño, quebrado y en peligro. Estremecimientos febriles me invadían. El doctor me miró de reojo y haciendo un saludo a mi amiga, continuó su paseo.

Yo también acostumbro a mirar de reojo, pensé. Ema se cogió de mi brazo y apoyó la cabeza sobre mi hombro. La miré de reojo. Lloraba.

- Es absurdo, hija mía, que Ud. llore.

- Ay!, me dijo, es increíble lo malo que es Ud.…

- Lo más que puede hacer es iniciar una colecta de guerra. De esas se ven tantas. Porque, ¿dime qué ganan tus pobres muertas con estos llantos. Me aburres, ¿sabes?, me aburres...

E hice un ademán de marcharme. Un sollozo más me habla impulsado lejos. Tuvo la buena o mala ocurrencia de parar las lágrimas. Entonces acudí de nuevo solícito a su lado.

- Aunque, sí, llora, llora, descarga tu alma...

Después de esquivar las miradas afectuosas que le dirigían los paseantes, Ema se metió detrás de un macizo y se dejó caer extenuada sobre un banco.

- ¡Qué miserable sois!, qué odiosa alma tenéis... ni los lobos la tienen peores...

Mientras decía esto arrugó convulsivamente las faldas de su traje con los dedos. Me miraba con tal tensión espiritual que forzosamente hube de hacer sensible mi derrota. Bajé los ojos. Esta temperatura de la montaña me aliviana un poco, pensé, y traté de reconciliarme con Ema, haciendo un esfuerzo inútil por cogerla de la cintura.

- No, me dijo, es Ud. infernal. Hace unos días las flores; ahora mis niñas... ¿Qué será más tarde?

Me miró con repugnancia. Levanté los hombros resignadamente, Debió este gesto resultarme apenas, y descubrí con mucho la sublevación interna de mi ánimo, porque Ema, sin tratar de comprenderme, se irguió asustada.

- ¿Queréis amenazarme? ¡Cómo! Si aún no sois mi marido... ¿Qué será más tarde?

Me sonreí con amargura. Desde que nos conocíamos estas escenas se repetían a diario. Sabía de memoria las réplicas, las acerbas contestaciones de ese cerebro piadoso. Siempre era yo el malvado que la hundía. Yo quería separarla de su vida misma, tanto de la observancia de ciertos deberes como del gozo infantil de ciertos juegos. Yo quería corromperla, hacerla morir en su alma, causar su desdicha material, destrozarla espiritualmente, despojarla en fin de todo recurso de salvación. Esas impertinentes acusaciones llovían sobre mi harto endeble paciencia, provocándome algunas veces accesos de cólera, e insultos que sin duda alguna contribuía a reforzar su malquerencia hacia mí. No dudo yo de lo justificado de su actitud pero aquello era siempre demasiado... Y no es que no me amase. Amores más difíciles se han visto. Me amaba, de eso estoy seguro. ¿Podría dudar de las miradas de un ángel? Acaso hay un mortal que dude de la claridad de un sol y del dulce resplandor de las estrellas Perdonad este lenguaje. Aunque Ema estuviese distante de ser tirado eso, el encanto sereno que fluía de su inocencia me hacía adscribirla a un mundo más alto, y nada, nada me habría convencido de lo contrario.

Pero mi paciencia, como ya lo he dicho más arriba, se acababa. El bosquejo de persecuciones que me atribuía era muy simple. Primero había pretendido quitarle las flores, o sea, reduciendo el símbolo a palabras, arrebatarle las alegrías más íntimas del alma. ¿Pero en qué antiguo diccionario sentimental vivía inmersa? Pero es que acaso racionalmente se me puede reprochar a mí la invención de esa correspondencia entre flor y ofrenda, flores y placeres delicados del alma. (Escupamos en todos estos bellos atributos de la moral burguesa y continuemos). Claro, esa crueldad obedecía a un plan concebido de antemano y ocupaba la primera parte del concierto. La de los violines, me imagino. Cuando después tropezamos con el doctor Amorín y supo lo de la muerte de las hijas del general, y se produjo la absurda discusión que va Uds. conocen, ya mi actitud no ofrecía dudas, ni mi plan tampoco, quedando todo a descubierto. A las flores correspondía dentro del vocabulario idealista de mi dulce amiga, la inocencia de unas niñas como las que acababan de morir en tierra extraña. Supongo que esa parte del concierto sería la del llanto. Asqueroso mérito morir. A ese impetran, sin embargo los piadosos para alzarle a los piadosos, sus hermanos de forraje y de virtud, adorables tumbas de excremento sobre océanos de ignorancia. Protesto... La piedad no encuentra su equivalencia en la fuerza.

- Sí, querido mío, me dijo Ema, después de torturarme parte de ese día y del siguiente, la piedad es una fuerza mucho más grande aún que la que presta un cuerpo sólido, un ánimo arrogante o una arma defensiva. Ella nace del reconocimiento de un mundo aislado de nuestro ser y que, sin embargo, puede buscar en nosotros adventiciamente desde luego, una forma de expresar ese sentimiento universal.

- Buda ha dicho todo eso.

- Mentira, protestó Ema, no quieras desvirtuar mi pensamiento emparentándolo al de falsos profetas. No obtendrías nada con eso...

- ¿Por qué?

- Porque hay una cosa que no podría entrar en mi pensamiento aunque pertenece al mundo... aunque me pertenece a mí.

Guardé silencio durante unos minutos. Estaba feliz de verla en situación moral inferior a la mía, por más que me diese cuenta que ese desencanto suyo valía más que todo el desvergonzado cinismo mío.

- Quiero decir que te amo, me dijo, porque en ti reconozco la misma fórmula de ignorancia que también en mí se empeña en resolver el problema de la dicha. Y ese problema no debe existir en ningún cerebro noble.

La pequeña filósofa, locuaz como una sirena, me besó en la boca. En esos momentos de debilidad de parte suya, mi cuerpo tomaba desquite. Ejercía sobre ella tal especie de bestial fascinación que la cuitada, sin darse cuenta, me dejaba hurgar entre su ropa, exhalando suspiros de nerviosa satisfacción. En esa forma trataba yo de envenenar su alma, rescatándola al ético pavor en que vivía; en esa forma hasta esas rosas de vertiginoso crecimiento podrían volver a mi poder.

Sin embargo, desde hacía mucho tiempo notaba un grave cambio en la manera de conducirse en sociedad en esta niña que antes fue signo constelado de ciertos salones. Entonces afectaba no quererme, rehuirme y llegaba hasta decir que nunca, nunca sería mi mujer. Ahora, con su alejamiento de la gente, parecía pensar lo contrario. Ante sus respuestas ambiguas, penetrábala a preguntas:

- ¿Por qué mientes: ¿Por qué finges?

O morigerando mis celos, me escabullía donde su madre, a la que, aplastaba a ruindades y cínicas sospechas.

- ¿A quién la piensa vender Ud. a quién? Seguramente a un belicoso millonario brasilero, a un romántico felpudo de bigotes...

Y Ema terciaba infaliblemente en la odiosa disputa.

- No permito que le hables así a mi madre.

Esta madre no tiene nada de respetable, parecía decirme la pobre niña, pero quiero que tú, singularmente tú, la respetes, a pesar de sus labios pintarrajeados, de la piel bovina y aceitosa, de sus párpados innobles, de los horribles pliegues abdominales de su talle de proxeneta retirada. Por su fealdad o por el asco que ella inspira, le deseo. Tal vez por eso mismo, porque la belleza en último término constituye una defensa.

Cuando después de intentar una aventura frustrada con la madre de la que era, actualmente mi novia, me dirigí a la hija, tratando de realizar con ella lo que el asco y una inhibición muy natural cerca de una mujer horrible y arrugada como su madre me habían impedido ejecutar, la hija no sólo me rechazó, sino que me lanzó a la calle imperiosamente, haciéndome ver el canallesco fondo de mi cruel conducta.

- Que mi madre sea lo que sea, eso poco a mí me importa es mi madre. Pero le impongo a Ud. el respeto que ella sin duda alguna desea para mi.

El piadoso retoño de la cocotte del año 13 se erguía, pues, como la estatua de Temis entre el placer y yo. Gasté saliva, ejércitos de almíbar, en fin, cuanto el ingenio puede proporcionar al deseo, con increíble mala suerte, pues la plaza sitiada se mantenía indemne. Entonces me atreví a insinuar a Ema la palabra matrimonio, que ella recibió con alegría.

La cocotte retirada regentaba ahora un colegio para señoritas nobles. Sus hijas, Ema e Inés, cambiaban besos con las hijas de los generales y las sobrinas de los obispos. Según esto adelantaba y el colegio hacia nudos en él tiempo con sus actos literarios de fin de año, yo me iba poniendo insensiblemente neurasténico. Es ambiente era simple como el agua de azahar sin que el menor picor galante lo enturbiase a mi gusto. No había conseguido nada, había fracasado. Entonces los consejos del doctor Amorín y la enfermedad nerviosa que sufría, me avisaron que posiblemente en el medio deportivo de una montaña podría conseguir aquello que en el medio adocenado y pueril de las aulas ni siquiera podía soñar en hacer mío. Era así cómo desde hacía tres años frecuentábamos, al oriente del país, ese dulce balneario montañés. Allí, al menos, conseguí vejarla. Primero mediante el misterioso asunto de la rosas; más tarde con los comentarios que le hiciera de la muerte de las hijas del general.

Todas esas riñas podrá el lector imaginar que tendían a separarnos antes que acercarnos; sin embargo, en nosotros ocurría lo contrario; como si cada riña fuese un nuevo broche añadido a nuestras especiosas y obscuras simpatías, cada vez que nos peleábamos, terminábamos por lo común arrullándonos como las aves del bosque. Las desigualdades y asperezas de mi carácter modificábalas en lo posible, no tanto por disimulo e hipocresía que por serle grato. Esta felicidad suya, obtenida a cambio de un pequeño sacrificio, no hacia sino acrecer mi egoísmo, llevándolo algunas veces hasta límites insoportables para ella.

La extremada duración de nuestro, noviazgo, los años pasados en periódicas discordias y curiosas alternativas de cariño y desprecio, no habían logrado disipar en Ema cierta indiferencia helada, cierta resistencia pasiva diré mejor, con respecto a mí y a todo lo que me concernía, ideas, costumbres, opiniones y talentos. A pesar de haber sido aceptado como novio, la gran distancia existente entre nuestros caracteres, agravadas en muchas oportunidades por salidas de tono recíprocas, me hacía tener la imposibilidad de llegar a entendernos nunca. No es que yo la juzgase demasiado empequeñecida o imbécil por su credo cristiano, no, seguramente no era eso quizá nadie podía adivinar la hondura de nuestra separación. La gente sólo veía la apariencia de mi carácter burlesco, socarrón y cruel y presumía con mucho que jamás podría admitir en esa cárcel de egoísmo a una visitante tan alada como Ema. Como se deja ver, sólo hacía falta que me atribuyeran rabo, grandes cuernos y ese olor a chamusquina tan característico de los satanases de melodrama, y que, ebrios de furor vindicativo, exultasen a mi amada hacia los cielos, adornándola con alas de seráfico color. Imbéciles, ellos no podían ver la enorme diferencia que existe entre alguien que posee un entusiasmo y ese otro que lo asiste, sin misericordia, con su cruel escepticismo. Cristianos ciegos, pero resueltos a vivir en la ceguera; seres como yo, CASI tan ciegos como ellos pero decididos a ver...

Pero todo esto se había diseminado a través de largos años, quedando así los hechos como islas de verdor en un océano de piedra, alejados y señeros; fácil me era por tanto ubicar en cualquier momento sus palabras. Además, ese poder absoluto que emanaba de mi inteligencia podía hacer círculos concéntricos, siempre fugaces y dilatándose cada vez más, en torno al eje cigüeñal de mi memoria. En esa forma conseguía iluminar un fondo obscuro, para muchos siempre inédito, por medio de cuya contribución yo podía adaptar mis tácticas en la empresa de seducción a que estaba entregado. Toda defensa, pues, de parte de la desgraciada Ema estaba prevista y fue talvez una intervención extraordinaria la que pudo salvarla durante diez años de mis malvadas acechanzas. Sin embargo, esa misma resistencia me excitaba a continuar en el asedio de esa Ilión de carne y hueso que era Ema y habríalo recabado, habría roto puertas y ventanas, virtudes y pudores, sino fuera porque aquella noche de mi conversación acerca de las hijas del general no hubiera sucedido algo espantoso, algo tan espantoso que puso término para siempre a mi fatal empresa.

Debo anticipar, antes que nada, que aquella vez mi voluntad no tuvo aporte alguno. Los sucesos se encadenaron solos formando una pesada traba donde al parecer mi voluntad se lió sin darse cuenta. Así, al intentar deshacer el nudo ciego los dedos se ven torpes encerrados en un lío mucho mayor del que quisieron deshacer, y el nudo queda, y los dedos se cansan de operar en el misterio contra la mala suerte concitada en contra suya.

Habíamos tenido una escena bastante desagradable, sobre todo para mí. Habíame quedado largo rato la imaginación presa en el extravagante interés que Ema demostró por saber en que forma la molestaría y mortificaría más tarde. ¿Qué será más tarde?, había dicho, y con una repulsa evidente de su cuerpo, de su ser entero, hizo casi el ademán de un exorcismo. Ni lágrimas de arrepentimiento, ni frases defensivas de explicación, ella había quedado en silencio cuando en la noche, en usufructo de la obscuridad reinante en el jardín, le pregunté sobre el sentido de esa frase.

- No sé, me dijo, algunas veces hablo como loca, sin saber por qué las digo, las palabras acuden sin control a mi cabeza... ¿De dónde? No sé... aunque quizás tú mismo en este caso hayas podido provocarlas. Eres raro y sobre todo muy perverso. Sí, eso eres, muy perverso...

Y después riendo, como una loca, abandonándose al viraje dé un súbito histerismo:

- Te hablé del anticristo... eso eres tú...

No sé qué pesada losa de mi espíritu levantaron sus palabras. Un fétido rumor de antiguos temores, de lecturas de infancia, de miedos horribles a mi madre muerta, de visiones de pesadilla, subió por mi cuerpo, haciendo evidente quizás el tentar de verse de pronto, a pesar de toda nuestra inteligencia, cogidos por la emanación de unos cadáveres que creíamos para siempre bajo losas. Ese miedo obscuro a todo lo anti, a todo lo que se opone en forma de destino personal a un orden establecido, el mismo miedo que debiera experimentar el hombre cada vez que resuella sobre el cuerpo desnudo de una mujer, ese miedo me sobrecogió. Yo no me conozco, me decía, y de pronto recordé esta frase de Lord Byron: “Todo hombre al cumplir los veinticinco años debiera preguntarse: ¿quién soy?” La frase de Byron, mezclada a la traspiración traumática que el terror me produjera me descontroló completamente. Sí, ya no sé quién soy... Y no era una duda ridícula la que me brotaba así, una de esas dulas al alcance de cualquier filósofo de cuartel, no, de ninguna manera, era sólo una pregunta, pero hecha sin idioma, sin palabras, sin ideas, si es posible imaginarla en esa forma, la que subía conjuntamente con el hedor insoportable de esos recuerdos insepultos, era una pregunta conté esta: ¿quién soy?

He aquí un caso divertido, se me objetará maliciosamente con mucha razón, he aquí a un señor que después de diez años de asedio galante, y cuando ya cree conquistar la presa apetecida, lo abandona todo porque le asalta una duda intima, que desde que el mundo es tal asalta hasta los albores de la opereta. Sin embargo no es el caso como pudiera imaginar mi desconocido detractor. Para que aquella inquietud saltase a mi conciencia era necesario que la situación especial en que nos hallábamos Ema y yo repitiese en cierto modo automático un episodio olvidado de la formación animal de mi persona. Posiblemente la operación sanguínea de los coágulos que chocan manteniendo temperaturas altas en las vísceras del feto, los besos furtivos de un padre atroz. Tantas cosas que podríamos leer en su contenido, si desdeñáramos el signo externo de ese temor al parecer descomunal. Por otra parte, Ema me anunciaba un paraíso con sus ojos, un paraíso como todos los paraísos, perdido...

En ese instante se hendió el broquel de mi orgullo y toda la amargura de años, depositada como un verdor de musgo sobre las potencias de mi alma, estalló en sollozos. Soledad interior para la soledad externa de un mundo girante de ópalo. Sí, de ópalo, porque allí toda imagen de sujeción a un color se pierde y hay olas de inquietud, de matices sobre el riente tornasol de la concha de perla, y esas olas son las mismas que repliegan en la escoria del desierto las luces de un sol de espectro. carnal y vengativo. Esa soledad de mi alma podía engendrar las peores consecuencias, un fantasma rápido, como la garganta surgida del crimen con sus regios collares y su perfume de corza, un fantasma capitulante. Aun ahora experimento ese vacío provocado por el pneumatismo cruel de Ema.

- Te hablé del anticristo... sí eso eres tú...

A lo que se unían las palabras de la tarde:

- Resistiré a la fuerza de la bestia.

En el ambiente belicoso del  mundo flotaba esa opinión. Hemos llegado a los tiempos del gran Paracleto. Preparad la venida al mundo del supremo redentor. Asquerosas oraciones ascendían de las bocas, y en los corazones y en las inteligencias de los últimos cristianos, surgía, con aspectos amenazantes, la figura del inmundo antecesor. Yo me reía, y sin darme cuenta, esa risa iba formando en mi interior un pálido tabique, detrás del cual agitadas formas, impresionantes imágenes, deformes paisajes se dibujaban para acabar de martirizarme.

- Malo yo, ¿verdad? malo yo, ¿verdad?

No podía decir otra cosa. Es muy posible que durante esos últimos años y simultáneamente con el crecimiento de esas rosas que le había regalado a Ema el año anterior, se haya desarrollado en mi alma un torturante espectro. Acaso este espectro necesitó una presión crítica, un momento critico para solidificar sus repugnantes miembros. Ahora andaba sobre mí... Vedlo. Ahora viene otra vez, y nada, nada le importa, que no existan proposiciones verdaderas, que el mundo sea plano o redondo. Perdonadme que insista sobre estas cosas. Ellas estaban antes que mis ojos en un mundo aparte, cuyos pedestales un océano convulso ha destruido, ellas eran el deseo de morder en los carrillos de Ema, de vencer con mis transportes ese mundo espiritual.

- Eres malo, ¿por qué eres tan malo?

- Soy un ser abyecto, pensé.

Nunca como entonces he sentido esa pasión rabiosa de salir de mis fronteras, salvando cuatro, cinco, seis peldaños de prudencia, nunca, repito, la he sentido con tal fuerza. Estuve a punto de caer, de rodar por una alfombra de despojos a sus pies y quedar allí, con el aliento en el gaznate, como una res de sacrificio, vencido, mirando sus bellas manos de verdugo celestial. En esas manos cabía el mundo y en el mundo mi destino significaba ya tan poco. Ema pasaba sus manos sobre mis cabellos, suavemente, como transportada en éxtasis. Mis ojos lamían el contorno de la luz de su garganta... Después del crimen... ¿Qué feroz automatismo me impulsó? En esa dirección un mundo extenso, aquí un negro agujero. Sabio índice, indicad; sabio índice, meted. Indiqué una dirección cualquiera. Siempre el personaje redimido piensa así. Mira hacia adelante. Sólo el bueno tiene futuro. Pero yo no, yo soy el malo, yo soy la bestia, y sin titubear me hundo, y mientras mi ser entero se hunde en la abyección que le es propicia, mis dedos también se hunden, en la garganta de Ema.

Su rostro cambia de color, la lengua sale (ella también marca un derrotero, una dirección si Uds. quieren), y mientras aquella carne sonrosada transparenta la lividez verdosa de la asfixia, yo aprieto más y más, experimentando supremas delicias al constatar vencida esa dulce resistencia de sus venas deslumbrantes. Bello crimen hice, por mi vida. Que los remordimientos jamás lo ensombrezcan, ni aun aquellos que nacen a favor de las agonías profusas y bien preparadas en cuyos episodios los cristianos se complacen tanto.

Mientras apretaba, le decía:

- Me crees malo, ¿no?

- Es Ud. muy rico, me respondía.

Y toda esa gran diferencia de nivel económico, intelectual y amoroso se transformaba en un plano inclinado a mi favor. Porque yo era rico y ella pobre, porque yo era poderoso y ella débil, porque yo era erguido como un junco y ella laxa como una liana, por todo eso, el mundo trataría de anularme. Ridícula aplicación de una naturaleza falsamente democrática, enemiga, según los buenos, de la fuerza y del orgullo. Por un extraño auto castigo, yo mismo me destruía, proporcionando así la nivelación exigida. Pero también, por un mismo deseo de auto castigo, esa fuerza aún erecta en mi ser se desencadenaba ahora contra ella. Y riéndome como un demente, salpicando su seno de baba, repetía.

- La muerte es una cosa dirigida.

El doctor Amorín se negó a informar más tarde sobre mi estado nervioso. La muerte de Ema, pues, quedaba envuelta en el misterio y yo en cárcel mientras subsistiera una mínima sospecha en contra mía Debo declarar que en esta ocasión la justicia se equivocó. La sugestión de un crimen pasional cuyos motivos habrían sido los celos, se vio desvanecida por las declaraciones de la propia hermana, de la muerta. Esta pobre niña después de visitarme en la cárcel, hizo todo lo posible por moderar mis males.

- ¿Qué quiere Ud. de mí?, me decía, puedo traerle libros revistas.

- Soy odiado; le replicaba, y quiero morir...

- ¿Por qué dice eso? En la ciudad ya nadie cree que Ud. mató a mi hermana...

- ¿Y Ud.?

- ¿Yo? No sé qué responder... Es Ud. arrebatado, pero nunca criminal... No, tampoco creo...

Yo estaba feliz. Después de realizado el crimen traté de huir, pero después, pensándolo mejor, ideé un plan diabólico. Lanzaría toda suerte de sospechas sobre el otro. Ya saben Uds. a quién me refiero. Pero, para lograr los fines propuestos necesitaba la colaboración de una persona inteligente, cuya percepción notable me permitiese actuar en forma fina y natural. Y ya todo el mundo, enterados por las sugestiones del doctor Amorín de la verdad que yo mismo había inventado, creía que Ema había sido muerta por el otro, es decir por la gran bestia.

- Sí, decían los antiguos huéspedes del hotel, es muy arrebatado, pero nunca, criminal.

Y todos miraban con verdadera lástima los muros de la cárcel, detrás de los cuales yo mordía y roía mis uñas con desesperación. Amorín había explicado al mundo mi delito. Había probado por medio de experimentos psicológicos, símbolos y metáforas sensibles a los ojos del tribunal, que yo no había sido el criminal, sino su agente involuntario. Y a las preguntas del público, del general y del jurado en particular, había lanzado un juicio técnico definitivo.

Los últimos días que pasé en la cárcel fueron una verdadera pesadilla. Torturantes obsesiones me mortificaban, provocándome sueños absurdos; vagas semblanzas de lo sucedido y que me hacían jadear de angustia. La aceptación del otro, de ese otro que flotaba en el ambiente milenario de la cristiandad febril, me hacía temblar de miedo y, cosa paradojal, de risa. Y a esos contradictorios sentimientos debemos añadir la enorme tristeza que me produjo la muerte de Ema. Horribles días fueron, por mi vida. Nunca creyéralos tan llenos de veneno. De esa depresión me arrancaron un día, para anunciarme la libertad.

Al lado, fuera del edificio me esperaban mis abogados y entre ellos Amorín, el doctor psiquiatra que, aprovechándose del misticismo popular, me había salvado de la horca. Lo saludé afectuosamente y, muy feliz de verme en completa libertad, sin una Ema a quien amar o corromper, por breves minutos, sin ningún proyecto en la cabeza, cogí el volante entre las manos.

- No maneje Ud., querido.

Miré sorprendido a mi interlocutor. Hice lo que él quiso. Estaba manso como un niño y piadoso como un cordero. Se lo dije y él se rió. Entonces, aprovechándome de ese instante de amistosa confianza, le pregunté al oído:

- ¿Cree Ud. en el otro?

Se encogió de hombros con indiferencia. Insistí en la pregunta. Yo guiñaba los ojos, recuerdo como si estuviera loco.

- Sí, me dijo muy quedo, yo creo.

- ¿En él de los cuernos?

- Sí, amigo mío, en el de los cuernos.

- Hay que estar preparado porque vendrá...

- Así lo creo.

Reposé la cabeza un instante sobre el hombro de ese amigo comprensivo y me dejé llevar por los vaivenes del cómodo aerodinámico. A poco llegábamos a nuestro destino.

- ¿Qué es esto?, pregunté al desconocer el edificio.

- La casa del otro, me respondió el malvado médico.

- Y, ¿por qué me traen aquí?, pregunté desesperado al ver inútiles mis esfuerzos por huir. Los abogados y los enfermeros que salieron a recibirme no tardaron en dominarme. El calor exasperante de las paredes y los delantales blancos de los empleados me revelaron la ridícula verdad, Volví a protestar.

- ¿Por qué, miserables, me traen a esta casa?

- Porque sí, me respondió Amorín, porque ésta es tu casa. PORQUE TU ERES EL OTRO.

Creo que el médico tenía razón. Parece que en realidad yo soy el que llegará antes... ¿No ven? Mis uñas crecen.

 

De Bouldroud, 1942