BOULDROUD

Era preciso morir o señalar en el mapa un punto de desembarco. Nosotros sabíamos a qué género de tragedia nos conduciría esta última elección, Sin embargo, puse mi dedo en un punto cualquiera de la costa y esperé las órdenes del dueño del barco. Al poco rato nos trajeron víveres para algunos días y nos largaron a merced de las olas. Estas venían rápidas a lamer los costados de la mísera embarcación, previniéndonos acaso nuestro cruel destino. Así bogamos a la deriva, porque sin timón era imposible sujetarse a norma alguna, durante las pocas horas que tuvimos las fuerzas necesarias para mantenernos alejados de los salvajes arrecifes de la costa. Dada la medianoche en mi reloj de campana de bolsillo creí realizada nuestra última labor. Junté algunos papeles los amarré en un trozo de camisa, a la que unté previamente con la grasa de la comida y me  proveí así de una regular antorcha. Las luces que dio no llamó la atención de nadie: las lloras transcurrían y nosotros continuábamos en la misma desesperante situación.

- Es Ud. muy ingenuo, me dijo Helena. Y se apropió de la antorcha para encender un cigarrillo. Entonces noté la belleza de su rostro, de su pelo enmarañado sobre el pecho y la garganta. Ella fue la que me notificó el motín que nos arrastrara a esta aventura. Mis otros cinco compañeros la miraban realizar la frívola ocupación con disgusto. Yo alcancé a percatarme del odio sombrío de esa gente, y quise hacérselo ver; pero una fuerza mayor me lo impidió. Una ola más feroz que las anteriores volcó: el pequeño bote arrastrando consigo a nuestros fastidiosos .acompañantes. Sujetos los dos, yo y Helena, a los fragmentos de lo que fue nuestra embarcación, los vimos ahogarse dando gritos de espanto:

- ¿Qué le parece a Ud. toda esto?

Después de colocarnos suavemente en una roca, la ola se replegó sobre sí misma, produciendo la resaca un gran alivio en mi compañera de naufragio, que me preguntó otra vez.

- ¿Qué  le parece a Ud. todo esto? Y agregó: Es una pregunta retórica que se me ocurre. Tengo el cuerpo húmedo de agua salada y no sé nadar. Y como ya amanecía: Y lo peor es que la tierra queda lejos.

En tierra firme, pensé, es muy fácil volcar a golpes de espalda a una niña que se ama; pero en una roca, rodeado de peligros, es mucho más difícil.

Ella gritó:

- Quédate amanecer ahí.

- Yo me reí solitariamente a su lado sin pensar en recuperar la ropa que un golpe de mar me arrebató. Se puede decir todo en un instante así, pensé porque de nada sirve que imploremos al destino y es hasta agradable determinarlo, insultándolo. Me arrastré sobre la costra hasta tocar sus piernas tibiamente heladas.

- ¿Qué haces?

Pasé los labios en sus muslos. Ella saltó como un reptil. Soy madre, imploraba. Mejor, un recuerdo más para tus hijos. Soy hija de un inglés que vive en Java. ¡Qué me importa! La condición de madre, de hija, de soltera, de viuda no me interesa. Puedes darme un cuarto de hora de tierra firme. En ti surgen los desiertos, los oasis. Tus odios son grises, ya lo veo en este líquido sanguíneo donde mezco mi coraza de rufián. Mi natural erguido. ¿Lo ves? Sientes que el amanecer disgrega sus luces diarias. Con trabajo someteré tus gustos a mi sed. Los haré a semejanza nuestra, con tus pómulos, tu vientre, tu inquietud. Y mi saliva. Al caer sobre su cuerpo, éste cruje. Ha lanzado una oleada entre sus piernas, sin duda alguna para hacerse obedecer. Entonces grita:

- Amanecer muévete.

El sol aparece en la tierra tras la bruma de los lejanos archipiélagos.

- ¿Por qué me quiere mal?

Yo no puedo responder. Es horrible lo que pasa en mi organismo; me quemo entero, me deshago, me derramo en fuego vivo. La humedad de la roca no puede remediarme. Me sumerjo en el mar y espero que ese ardor se pase. Ella, se inclina sobre el musgo de la orilla mientras une sus muslos y las llamas disminuyen.

- Me llamo Bouldroud, asegura, y puedo divertirme haciendo llamas.

Me seca con sus dedos caloríferos. Soy madre de un muchacho, continúa. Su padre fue un hermoso joven venido de los polos. Puedo asegurarte que él ha sido el único que ha podido poseerme. Mi padre, un médico de Irlanda, estudió mi mal sin resultado alguno, y los otros médicos, más pedantes, hicieron un diagnóstico tan divertidamente rutinario que aún ahora me da risa.

- ¿Qué dijeron?

- Que tenía un mal venéreo. Posiblemente. Pero incomunicable. Yo arribé a la certeza de su completa ignorancia cuando me metieron sondas de agua fría por el sitio en discusión, agua que yo inmediatamente devolvía en forma de leche azucarada por todos los hoyos de mi cuerpo. A mi padre al principio se le ocurrió sacar partido de mi originalidad, pues, como pudo comprobarse, el agua así pasada a través de mi organismo adquiría en su interior saludables condiciones medicinales. ¡Bravo!, decía mi padre, cada cavidad tuya tiene un sabor diferente, estúpido decirlo, ¿verdad? como las distintas llaves de una fuente de soda. De aquí saco té, de allá café, etc... En tu caso tendré específicos notables para enfermedad que me interesa. Se ha comprobado que la albúmina azucarada de tu boca, sana ti corazón; que el azúcar diluido de tus narices, cura los pulmones; que el agua profana de tu trasero cura el raquitismo, la melancolía y el mal de amores. Yo me presté con repugnancia a sus experimentos, primero, porque debía pasar los días con las piernas abiertas recibiendo cubos de agua para vomitarlos enseguida sobre vasos dispuestos ex profeso, por las distintas fuentes de secreción externa que Ud. sabe, segundo, porque mi padre se había hecho tan avaro que quiso aprovechar mis oídos también para su Industria que él llamaba la Humanitaria Industria. Yo había reservado los oídos para oír mi música favorita, la tiranía paterna me hizo huir. Llegué a un bosque donde un viejo leñador después de querer violarme me introdujo en un jardín. Allí vi al joven llegado de los polos. Y sucedió una escena cruel que no me hará olvidar ni su odiosa tentativa, ni el naufragio, ni esta roca cercada de peligros.

En mi dirección marchaban varios personajes. Uno de ellos, acaso el más joven, se destacaba por su hermosura que al resplandor de la noche se hacía evidentemente sobrenatural. Sin embargo, él se lamentaba, como un personaje de novela de caballería, y los otros personajes, sin duda alguna, sirvientes suyos, hacían muecas de dolor y desagrado. Esta extraordinaria escena me indujo a participar de incógnito en lo que pudiera sobrevenir, a pesar del gran deseo que sentía de avanzar, hasta el desfile, y ofrecerle mis favores al quejumbroso joven. No obstante me contuve.

Vi su piel cambiarse, aparecerle pústulas malignas en sus mejillas, apercibí su cutis con grandes manchas escoriáceas encima.

- ¿Qué tengo?, preguntó.

Su voz sonó a falso, como venida de un sueño. Corrió en todas direcciones para hacer prevalecer su inquietud en los demás. El .jardín permanecía silencioso, ausente de toda afección, tal deben ser los jardines, bestiales y callados. Corrió hacia el agua que salía de un venero. La imagen que encontró en su espejo terminó de horrorizarle.

Yo estaba muda, sobrecogida. No recuerdo haberle dicho que el leñador después de su intento me atigró con su rebenque a latigazos, sin duda para complacerse sádicamente conmigo, ya que en la forma cotidiana mi naturaleza ígnea se lo impedía. Los dolores que sentía después de la brutal gimnasia me dejaron aniquilada. Tendida, pues, en el césped asistí a la escena que le narro.

No era lepra, no; ni ninguna enfermedad conocida, ni siquiera imaginada por un torturante texto de patología, lo que aquejaba al bello rostro de ese joven. Demostraba la existencia de una enfermedad mucho peor que aquellas, con ferocidad, como si la luna  que encendía aquél paisaje, la ayudase a florecer en su semblante. Una enfermedad curiosa y a la vez atractivamente informe.

Su rostro se vaciaba en gusanillos, en criptogramas carnales, retorcidos y viciosos, en un enjambre discontinuo y murmurante. Secas ramas de tuberosas brotaban de sus pómulos, amarillas vegetaciones de sus párpados, y sus ojos hervían echando humos, mientras sus sienes despedían llamas. En su boca se agitaba algo así como un insecto de alas erizadas y en los flancos de su lengua salían áspides de pus.

Lancé un grito de horror. Los otros personajes se retiraron. El ansiaba correr hacia mí, abandonándolo todo. Pero algo, un deseo secreto, lo detuvo. Una presa deforme que distinguió en la sombra acicateó su apetito. Acercó sus dientes a la carne y la manchó. Su baba corrió sobre la dura epidermis de la tierra hasta formar hilillos que sus pies evitaban tocar con repugnancia. Hambre, eso había en su organismo transformado, un hambre inmensa de caer en los objetos, de invadirlos con el humus arterial de su indecencia, de profanarlos hasta hacerlos depender de su pavor.

Entonces aparecí en la obscuridad, desnuda y con las manos atadas en la espalda, tal cono me dejó el infame leñador.

- ¿Quién eres?, me preguntó. Esta vez su voz sonó más dulce. Era tal vez el único homenaje que podía conceder a mi soledad. En cuatro pies se acercó hasta mí, lamiéndome los flancos, como un can agradecido.

- Yo soy Bouldroud, le dije. Me dijeron que no existías. A no dudarlo tú eres la persona agraciada por mi destino. Tú entrarás en mí.

Y mis manos lo atrajeron hasta hacerlo copular. Un ay! brotó de mí. El agua me ocupó con sus amígdalas y lancé un niño de humo por la boca.

Después no lo vi más. Huyó de mí hacia la frontera de su país natal y yo regresé a Inglaterra, donde mi padre quiso proseguir su humanitario trabajo sobre mi cuerpo.

- Yo le pedí una cosa al destino, me dijo, la riqueza. Y me dio una hija. Tú eres mi celebridad. ¡Ea!, ponte de espalda. Este será el último cubo de la tarde. Mañana es Pascua y debemos festejarla.

Sin embargo, a pesar de esa tonta ocupación mi cerebro continuaba elaborando otros proyectos. Mi nodriza, nunca tuve madre, me había dicho que en los polos existe la estalagmita varonil en una gruta. Esa estalagmita, llegado el verano, abandona, con sus otros estalagmitarios la región helada para venir al centro de la tierra a enamorarse de la mujer termal. El fuego al juntarse al agua produce la escoria, pensé, y en esas devanadas imaginaciones conservaba la necesaria presencia de ánimo para arrojar leche por mis ojos, azúcar por mi culo, friegas de lumbago por el sexo, sin equivocar el íntimo procedimiento.

Como la actividad misteriosa de mi padre inspirase serios recelos a la policía europea, y como además, después de mi escena de amor en el bosque, mi organismo perdiese toda virtud curativa, y los medicamentos extraídos de mi cuerpo resultasen totalmente abominables, nos fuimos a Java, donde el digno autor de mis días continuó la explotación de la humanitaria industria. Aburrida nuevamente decidí este viaje. Tú sabes lo demás. El capitán del barco se enamoró de mí, amotinó la tripulación compuesta en su mayoría de bandidos sin escrúpulos. Tú saliste a mi defensa con la gente de tu banda con los interesantes propósitos que ahora revelas y que te han hecho permanecer indiferente ante la desgracia de tus compañeros.

- Bouldroud, le dije, yo sabía que existías. Quisiera salvarte, salvarnos.

- Hay un medio, me dijo. Mientras no aparezca un barco es necesario que yo te mantenga y me alimente a mí misma, como las bestias hibernales. Había olvidado decirte que mis jugos son también muy nutritivos.

Todas las mañanas; durante un año, debí aplicar mi boca, a su sexo para hacer llegar a su vientre el agua salina. Mis labios se quemaron, se hicieron negros como el carbón; pero era necesario vivir. Después de repetir la operación hasta que su cuerpo, como un estanque, estaba debidamente lleno, esperaba con paciencia, lamiéndome los calcinados bigotes que el proceso interior se realizase. Esto no demoraba mucho. Pegaba mis labios entonces, a sus narices, a sus orejas, a su trasero, y sorbía con deleite el vital licor. Ella enseguida se volvía sobre sí misma y devoraba sus propios excrementos.

Bouldroud, eras el cuerno de la abundancia. Lamento mucho tu desgracia. La sal marina fue aconchándose en tu cuerpo hasta que llegó un día en que no quedó nada más que tu piel magnífica y tú, como la mujer de Loth, adentro, convertida en sal. La estatua la conservo ahora en mi memoria. En realidad se perdió. Después de una noche en que lamí los últimos residuos de Bouldroud, una tempestad se declaró sobre el Pacífico. Pasaron barcos venidos del norte, rachas de fantasmas y entre ellos un humo verde que me aisló del mundo. Cuando recuperé el sentido Bouldroud, había desaparecido.

Pero es preciso que yo diga ahora algo muy curioso. Bouldroud estaba equivocada cuando afirmó que sus virtudes medicinales habían desaparecido. ¡Gran error! Yo tenía un mal hepático antes de mi estada en esa roca y recuerdo muy bien que el capitán del barco que me recogió más tarde me declaró:

- ¡Caray! Ud. tiene el mejor semblante que he conocido. Es increíble que haya permanecido tanto tiempo en esa roca.

Así, es verdad. Estoy sano y feliz. Lamento no poderles ofrecer esa receta. Por más que he hecho diversos ensayos en algunas niñas, éstas me miran sonriéndose con lástima y creyendo que se trata de una nueva perversión, me dejan hacer, pero sin resultado positivo apreciable.

 

De Bouldroud, 1942