MIS AMIGOS LOS POETAS

La lista de poetas que va a continuación de estas líneas, no pretende representar el balance poético definitivo de este país. Se han omitido intencionalmente muchos nombres, los de quienes han desviado su proyección primitiva hacia otras actividades diferentes, ya sea en el orden de la política o del pensamiento; los que han debido callarse, dominados por atónito silencio, y los de todos esos en fin, que han hecho obra fácil y por mucho motivos inmeritoria.

La fecha de la aparición de la Antología de Eduardo Anguita me ha servido como punto de partida para mis indagaciones.

Muchos de los poetas aquí presentes -todos diría mejor- no aparecieron representados en ese libro. Muchos de ellos son muy jóvenes aún. Los hay que todavía no han publicado nunca un libro. Sin embargo, son, representan en este instante vidrioso de nuestra historia, el único vaciado humano que ha sabido recoger la forma viva de la poesía, si hemos de llamar así a esa inquietud crítica que alienta a voces tan castigadas, tan extraoficiales, por decirlo así, como las que van a hacerse oír, reunidas por primera y acaso última vez, en estas páginas.

Independientemente del juicio que cada uno de estos poetas aquí reunidos me merece, puedo decir que su conjunto, su voz coral diría mejor, representa el único aporte más o menos auténtico de nuestra juventud al conocimiento poético universal. Sus palabras, sus imágenes, su mismo ardiente irracionalismo cargado de protesta, de anhelo crítico, forma el verdadero vínculo que los une a todos, aún cuando cada uno de ellos se comporte ante la vida con diversas actitudes y se dejen llevar muchas veces por pendientes contradictorias e incompatibles. No es mi ánimo, por eso, insistir en aquella condición que a todos une, ni tampoco exagerar una postura conciliadora que a nadie podría ya sugestionar. Estamos en la pelea, vivimos en la guerra, en la guerra de los principios que nos legaron nuestros padres, en la guerra de los principios que cada cual ha hecho suyo y que, sin duda alguna, sabrá defender a todo trance.

Si los reúno a todos en juventud no es porque la juventud y sus problemas me interesen tanto que me hagan desdeñar otros problemas, otros problemas que en realidad son mucho más serios y dramáticos que los anteriores; si procedo así, es, como ya lo he dicho, para salvar únicamente una dificultad técnica de fecha y ¿para qué negarlo?, porque cada juventud tiene su mensaje y he aquí el nuestro.

Nuestro mensaje. ¿Quién habría pensado que debería llegar ese momento fatal en que todo el mundo, esa contradicción dialéctica en que vivimos, había de inducirnos a decirlo? Sin embargo, ya se ha roto el silencio. Cada cual ha tenido la palabra durante los instantes que su transporte interior le concedía. Otros formaron grupos beligerantes, verdaderas brigadas de choque del pensamiento. Otro, por fin, se saltó la tapa de los sesos ante el inescrutable mundo que le abría paso, como a un príncipe, hacia la muerte. Todos, en fin, hemos hablado. Algunos, como Eduardo Anguita, por ejemplo, expresaron la tortura de un sentimiento religioso desesperado; otros, como Braulio Arenas, Enrique Gómez, Teófilo Cid, denunciaron, verdaderos infatigables acusadores de la vida, las maniobras obscuras de la moral católica imperante; otros, como Jorge Cáceres, arrancaron al misterio su lenguaje medular; y Julio Molina y Carlos de Rokha, dotados los dos de una auténtica inquietud poética, daban a luz hermosos versos. Todos esos están presentes y algunos más.

Ahora bien, ¿cuál es el aporte de toda esta juventud? ¿Cuál es, dentro de sus contradicciones individuales evidentes, y que el perspicaz lector echará de ver en seguida, el mensaje que ella ha traído desde la soledad de los tiempos?

Alguien ha dictaminado, no sé si con razón o no, que la juventud representada en esta caótica, varia antología, adolecía del grave defecto de no saber dirigir su pensamiento hacia la acción. En efecto, nosotros no hemos puesto aún el pie sobre la realidad, aún cuando conocemos perfectamente sus resplandores y sabemos distinguir perfectamente cuáles son los que emanan directamente de ella y cuáles no. Llamados a asistir como involuntarios espectadores al panorama de la crisis de conciencia que ha hecho despertar al mundo de un letargo de opio, nuestra labor ha sido hasta ahora, principalmente crítica, y ello nos ha impedido dar el paso definitivo desde nuestro ordenado mundo interno hacia el mundo tambaleante que nos rodea. No ha sido, sin duda alguna, nuestra la culpa. El grupo de la Mandrágora prestó preferente atención a esa irrupción mágica del pensamiento hacia la vida; buscó la salida y optó por no seguir la avalancha de todos aquéllos que salieron al mundo a coger destinos prestados como disfraces. Hemos querido ser lo suficientemente serios como para privarnos de asistir a un carnaval, donde muchas palabras hermosas eran usadas como hipócritas caretas para esconder inmundas ambiciones.

Desde este recodo de caminos, desde esta interferencia de caudales, hemos presenciado la caída de la vieja Europa, hemos visto a sus artistas y a sus hombres de ciencia perseguidos y hemos asistido al hundimiento del sistema capitalista, ahora en su agonía. Mientras tanto, estudiábamos, ejercíamos una sabia vigilancia sobre los acontecimientos; y, hombres antes que nada, hemos experimentado en carne propia, durante cuatro años, la guerra española, la invasión de Francia más tarde, y todos los sucesos que han conducido al planeta en su totalidad a la feroz crisis de conciencia que vive ahora. Pero, de en medio de la catástrofe, de las dudas y de la ausencia general de esperanza que ella ha producido, hemos podido salvar una cosa, algo que por ahora sólo nosotros podemos invocar: nuestra disponibilidad. Mientras ellos, nuestros padres, nuestros hermanos mayores, deberán fatalmente morir al pie de la bandera que hasta hoy han defendido, nosotros estamos libres, libres de todo prejuicio, de toda momificación mental determinada, para lanzarnos a la captura del mundo nuevo que vendrá.

Estamos en el sueño, en el sueño anterior a la acción. Nuestros miembros no se han aletargado aún durante el largo lapso a que nos habíamos condenado a estar inmóviles.

Todas estas razones me dispensan de aclarar, desde un punto de vista odiosamente técnico, la aparente ausencia de coordinación de los poemas que a continuación se insertan. Muchos de ellos carecen, incluso, de todo contenido conceptual. Es la sensación primitiva, la palabra sin control, la hora del despertar continuo, la hipnagogia del ser. Otros intentan una explicación, no por medio de la imagen, sino simplemente por el transporte ubicuo de la conciencia, que trata de estar más allá de sí misma y vivir en sintonía poética el mundo del objeto expresado. Ensayan, por decirlo así, una fenomenología de la poesía.

Sin embargo, a pesar de lo vidrioso de nuestra época, que sin duda alguna llevará algún día el nombre de la época de la sospecha, hemos logrado aislar algunos términos, algunos puntos del combate, verdaderos claros del bosque en esta selva de lucha que nos rodea, y esos claros son las voces de todos aquéllos que no han depuesto el grito de alarma, de todos aquéllos que no han cambiado el sol por el espeso cielo de la noche. Son ellos los que hacen andar el mundo, son ellos los que continúan constituyendo un fenómeno de vida sobre el pensamiento paralizado de los demás.

Esta galería de poetas, salvo algunos nombres que se han agregado más tarde, es el despojo de un libro que debió haberse publicado a mediados del año 1940, cuando el hervor de las ideas y cierta virginidad de principios en los elementos de la realidad que se utilizaban, proporcionaban al fenómeno Mandrágora una fisonomía profundamente caracterizable. Pero sucesos ulteriores, extraños sucesos, por cierto, amortiguaron la movilidad del grupo y dispersó a sus miembros.

Mandrágora había sido una voz demasiado juvenil, una voz que el desarrollo mismo de las gargantas de cada uno no podía ya sostener. Era necesario que su crisis, crisis de madurez más que nada, se resolviera en una nuevas síntesis, que rotas sus moléculas interiores, desflecados sus sonidos en un eco caprichoso, los fragmentos de ellas, las ondas de éstos, se transformasen en un nuevo cuerpo, se convirtiesen en una nueva fuerza.

El fenómeno Mandrágora, producto típico de una época de transición, no olvidemos que su aparición coincide con el despertar del movimiento social que llevó al Frente Popular al Gobierno, no se individualizaba por la acuidad de sus postulados. La poesía negra, eterno símbolo de la realidad interior del hombre, no podía constituir, lanzada como fue en esa forma tan insólita, tan desarraigada en este continente, sino una acusación. Sí, lector, el grupo Mandrágora no pretendió jamás dictar norma ni para vivir, ni para morir. Jactábase, por lo contrario, de una fría indiferencia con respecto a esos problemas. [3] Su teoría era muy simple. Se reducía, en una palabra, a concretar el pensamiento en el acto, en un acto diré mejor, que pudiese interpretar en un momento determinado, en toda su pureza, la feroz e irreconciliable contradicción actual entre el sueño y el trabajo, el amor y la, sociedad burguesa, etc.; produciendo la síntesis deslumbrante de un momento vivido en la vida como en el sueño. Hay que dejar establecido que estas experiencias continuaban a las que en forma análoga teorizaron los surrealistas en su más bella época, la época del primer manifiesto. El planteamiento del grupo Mandrágora lo filiaba entre los grupos de acción revolucionaria, sin olvidar que fue de entre las filas de los partidos revolucionarios de donde brotaron sus principales detractores.

Muy cerca de este grupo y en forma muy personal, Jaime Rayo vivía la experiencia mortal de lo que iba a constituir su destino de desesperado: Carlos de Rokha, manejaba un mundo propio, lleno de extraños sortilegios; y julio Molina se trababa a puñetazos con la realidad en medio de una forma muy suya, muy auténtica, muy, si pudiéramos decirlo así, muy "voyou".

Un poco más distanciado yen brega constante con viejos principios, Eduardo Anguita, verdadero pequeño demonio de esa nómina de poetas que ahora se presenta, daba un constante curso de mariposeo mental, yendo de la inquietud atea más acusada, a refugiarse a la heterodoxia cristiana más humilde, y vice-versa. Sus versos sólo muestran un cariz de su persona. ¿Cuál? ¿La mejor? No lo sabemos. Es preferible ignorarlo y dejar, por el momento, que sólo ellos hablen. Viejos amigos, sólo diré de él una cosa: que es todo un poeta...

Esto es lo que puedo decir de cada uno de ellos. Constituyen, a la par que un fenómeno general, un fenómeno particular. Si bien es cierto que en todos ellos alienta el mismo odio hacia las fórmulas establecidas, es diferente en cada uno de ellos la manera de canalizarse ese odio. Si coinciden en el asco, no coinciden en el busto. Cuando odian están juntos, cuando aman, separados.

He tratado de dar una imagen de esta pequeña lista de poetas jóvenes (os prometo que ésta será la última vez que se presentarán reunidos bajo tan juvenil advocación) y sólo al término de esta presentación, echo de ver que nada he dicho aún sobre nuestros predecesores. Adivino que os frotáis las manos de gusto al presentir el delicioso escándalo que podría daros. Sin embargo, no va a ser así. No quiero hablar de ninguno de los poetas que, anteriores a nosotros, se creyeron en un momento determinado de sus vidas con las fuerzas suficientes como para esperar un mundo nuevo. Por varias razones no hablaré sobre ellos. En primer lugar, porque aquí en América, con la excepción de unos cuantos que podrían contarse con los dedos de una sola mano, todos los poetas han sido fieles lacayos al servicio de una realidad podrida, y porque los de Europa, también sujetos a la misma excepción, no han logrado aún sobreponerse a la catástrofe de la guerra y sólo ahora, muy recientemente, se han dejado oír.

Es muy posible que ese mundo nuevo, al que tan bellas palabras dedica Enrique Gómez Correa en su libro “Sociología de la Locura”, no sea aún la edad de oro cantada por los poetas. En realidad, no sólo es muy posible que no lo sea, sino que, seguramente, con toda seguridad, que no ha de serlo. ¿Pero, qué importa? Los poetas, como ha dicho Baudelaire. Sólo aman lo nuevo. Y lo nuevo será nuestro. ¿Quién lo niega?

 

Este texto precede una breve antología que incluye a los poetas Jaime Rayo, Jorge Cáceres, Braulio Arenas, Carlos de Rokha, Enrique Gómez Correa, Julio Molina, Eduardo Anguita, Gustavo Ossorio y Teófilo Cid.