NUEVA APARICIÓN DE LA GRAN CARIÁTIDE PRECEDIDA POR UN RUIDO DE CRISTALES DESPEDAZADOS, DESPUÉS EL DESIERTO GIRA. LA VIGILIA ABRE UN ABANICO DE LENGUAS DE CANARIO AL FONDO DE LOS LAGOS ESQUIMALES.

      Durante los meses que precedieron a la Exposición de 1941, Braulio Arenas y yo nos habíamos habituado a marchar a lo largo de las devenidas célebres “playas de verano”, sin despegar la vista del suelo y las rocas. Nosotros habíamos querido transportar todo lo que veíamos a nuestros estudios; desde la pareja erótica escondida bajo la carpa, hasta el grupo de caníbales sobre un acantilado que Arenas descubrió una mañana durante nuestras continuas búsquedas. Todo este grupo de africanos se daba a la tarea de planchar camisas con un aparato eléctrico semejante a la plancha económica de nuestro amigo Paalen, sólo que diez veces más grande.

      El mar se abre a pico. Los africanos sonríen. Ellos siembran maíz en los surcos de la roca; sus mujeres electrocutan pequeños murciélagos ciegos. Sus niños son devorados por enormes estrellas de mar. Ellos sonríen. El jardín está abierto para las bellas jirafas pintorescas. La puerta cede al fin. Ahí ha penetrado el rey de los inocentes. Su sombrero es una red que atrae las bandadas de pájaros de hojas. Él tiene en general el aspecto de un falo gigantesco que sonríe con un solo ojo a las bellas turistas americanas.

      En su ojo izquierdo se desencadena la más negra de las tempestades. En tanto que en su ojo derecho bate el cielo más puro. El objeto surrealista ha anidado sobre su frente sin estrella, pero tampoco sin ninguna nube.

 

De Leitmotiv, N°1