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Sí las chimeneas fueran rojas, yo no habría conocido a E, cuando compraba en el mercado algún artículo óptico. En su guante de gamuza ocultaba un pequeño revólver blanco.       

Si las chimeneas brillaran al sol, la primavera se desprendería de las redes del aire, y la exactitud de los deseos errados tendrían su hora de alivio cuando la noche ha caído y E. desaparece por la pequeña puerta de cristal que está a mi espalda.

Bajo el dominio de su amor, toda libertad llegaba a ser más nueva para mí. Me aprisionaba, sin embargo, la estrella de su amor, cuyos destellos me abandonaban al fondo de toda libertad.

Yo solía equilibrar sobre sus hombros dos trozos de tela roja, y entre sus nalgas depositaba un frasco de sal, tocando por la  base, un cojín color de maíz.

Así, condenado al desierto, grabé sobre la arena los nombres de los que amo. Yo equilibraba el sol de mi amor sobre una roca gigante. Estaba solo en medio de mi habitación y perdía por doquiera el contacto con una realidad más cruel.

A la caída de los días, las calles blancas desaparecen. Sus cabellos se envuelven dulcemente y buscan una existencia más próxima a los astros. Se habitúan gradualmente al diamante.

Cuando conocí a E. todos los mimetismos de su cuerpo se hacían nocturnos. Y permanecía bien solo, al amparo de los diluvios. Sólo entonces abandoné el sistema "afectivo-ilusorio", porque mis ojos estaban totalmente quemados, y vagaba por la nieve, tras la loba gris, a la cola del invierno, una tarde cuando en Versailles las nubes se quemaban sobre los espejos.

 

De René o la mecánica celeste,1942