POEMA EN BRUTO
 
Un árbol cuyas hojas son mudas echa sobre la alfombra de la escalera (escalera de hollín de la vida) sus últimas cartas, es decir sus últimos veranos. Millares de mujeres suben riendo la escalera y tropiezan con millares de hombres que la bajan llorando.
Por un instante la tierra gira razonablemente (del verbo enloquecer). Breves miradas entonces se intercambian. Breves palabras, fugaces apretones de mano.
Un colegio entero se despuebla, un alegre coro de hojas verdes anuncia la llegada de la desconocida. Todos los signos del zodíaco tejen una corona en el aire. Lo alto y lo bajo abren las puertas de la ciudad. Las golondrinas, muertas en pleno verano, son negras y luminosas y encantadoras, como la obsidiana. Esta mujer tiene los ojos azules porque así lo quiero. El molino ríe por todas sus preguntas, así como la harina llora por todas sus respuestas.
Migajas del invierno, los copos de nieve van a grabar el monograma del par de corazones, las liebres corren a consultar el reloj de la plaza del mercado, un cazador sin impaciencia balancea el fusil, el péndulo tiene una curiosa visión de norte a sur. Cada mujer lleva en sus ojos un ramo de dedales de oro para tanto inútil desfiladero. Llevan el amor sin derramar una gota. Bajan la escalera cuyos escalones son los verbos irregulares de la realidad.
Los hombres llevan en sus párpados la sal cristalizada de los sueños, los ojos son interiores, nunca más volverán a cerrarse. Suben la escalera cuyos escalones son los verbos transitivos del amor.
Los deshollinadores esperan sin impaciencia que el fuego termine su tarea, para ellos, entonces, comenzar la suya.

 

De La gran vida, Le Grabuge, Santiago, Chile, 1952.